Por Oscar Andrés Cardenal Rodríguez Maradiaga.
El término Post Modernidad comenzó a usarse con referencia a una corriente estética que surgió en la literatura, las artes plásticas y la arquitectura. En el sentido cultural o de civilización podemos señalar que las tendencias posmodernas se han caracterizado por la dificultad de sus planteamientos, la que no forman una corriente de pensamiento unificada. Sólo podemos indicar unas características comunes que son en realidad fuente de posición frente a la cultura moderna o indican ciertas crisis de ésta. Por ejemplo la cultura moderna se caracterizaba por su pretensión de progreso, es decir se suponía que los diferentes progresos en las diversas áreas de la técnica y la cultura garantizaban un desarrollo lineal marcado siempre por la esperanza de que el futuro sería mejor. Frente a ello, la Posmodernidad plantea la ruptura de esa linealidad temporal marcada por la esperanza y el predominio de un tono emocional nostálgico o melancólico. Igualmente, la modernidad planteaba la firmeza del proyecto de la Ilustración de la que se alimentaron -en grado variable- todas las corrientes políticas modernas, desde el liberalismo hasta el marxismo, nuestra definición actual de la democracia y los derechos humanos. La Posmodernidad plantea posiciones que señalan que ese núcleo ilustrado ya no es funcional en un contexto multicultural, que la Ilustración -a pesar de sus aportaciones- tuvo un carácter etnocéntrico y autoritario-patriarcal basado en la primacía de la cultura europea y que, por ello, o bien no hay nada que rescatar de la Ilustración, o bien, aunque ello fuera posible, ya no sería deseable. Por ello, la filosofía posmoderna ha tenido como uno de sus principales aportes el desarrollo del multiculturalismo y los feminismos de la diferencia. Los principales opositores a los planteamientos de la posmodernidad han sido los miembros de la teoría críticay los marxistas más contemporáneos, que, si bien reconocen los fallos de la modernidad y su centro ilustrado, reconocen como valiosos e irrenunciables ciertos valores democráticos de igualdad y ciudadanía. Luego de los atentados del 11 de septiembre y los profundos cambios geopolíticos que éstos conllevaron, además del debilitamiento de la fuerza jurídica vinculante de los derechos humanos, la discusión de la posmodernidad perdió empuje, ya que, como hemos dicho antes, ésta se caracteriza -por lo menos hasta el momento- por sus definiciones por negación. El término Posmodernidad ha dado paso a otros como modernidad tardía, modernidad líquida, sociedad del riesgo, globalización, capitalismo tardío o cognitivo, que se han vuelto categorías más eficientes de análisis que la de Posmodernidad. En cambio, el Posmodernismo sigue siendo una categoría que en los ámbitos estéticos se ha manifestado muy productiva y no necesariamente contradictoria respecto a las anteriores. 2. Algo de historia Tras el fin de La Guerra Fría como consecuencia del derrumbe del régimen soviético, teniendo como máximo símbolo la caída del muro de Berlín (1989), se hace evidente el fin de la era polar. Esto produce como consecuencia la cristalización de un nuevo paradigma global cuyos máximos exponentes socioeconómicos, y político-económicos son la Globalización, y el Neoliberalismo respectivamente. El mundo postmoderno se puede diferenciar y dividir en dos grandes realidades: La realidad histórico social, y la realidad socio psicológica. 3. Características histórico-sociales En contraposición con la Modernidad, la Postmodernidad es la época del desencanto. Se renuncia a las utopías y a la idea de progreso. Se produce un cambio en el orden económico capitalista, pasando de una economía de producción hacia una economía del consumo. Desaparecen las grandes figuras carismáticas, y surgen infinidad de pequeños ídolos que duran hasta que surge algo más novedoso y atrayente. Se revaloriza la naturaleza y la defensa del medio ambiente se mezcla con la compulsión al consumo. Los medios de masas y el marketing se convierten en centros de poder. Deja de importar el contenido del mensaje, para revalorizar la forma en que es transmitido y el grado de convicción que pueda producir. Desaparece la ideología como forma de elección de los líderes siendo reemplazada por la imagen. Los medios de masas se convierten en transmisores de la verdad, lo que se expresa en el hecho de que lo que no aparece por un medio de comunicación masiva, simplemente no existe para la sociedad. Aleja al receptor de la información recibida quitándole realidad y relevancia, convirtiéndola en mero entretenimiento. Se pierde la intimidad, y la vida de los demás se convierte en un show. 10. Desacralización de la política. 11. Desmitificación de los líderes. 4. Características socio psicológicas Los individuos sólo quieren vivir el presente; futuro y pasado pierden importancia. Hay una búsqueda de lo inmediato. Un proceso de pérdida de la personalidad individual. La única revolución que el individuo está dispuesto a llevar a cabo es la interior. Se rinde culto al cuerpo y la liberación personal. Se vuelve a lo místico como justificación de sucesos. Se pierde la fe en la razón y la ciencia, pero en contrapartida se rinde culto a la tecnología. El hombre basa su existencia en el relativismo y la pluralidad de opciones, al igual que el subjetivismo impregna la mirada de la realidad. Se pierde la fe en el poder público. Hay mucha despreocupación ante la injusticia: Desaparecen idealismos. Se pierde la ambición personal de auto superación. Desaparece la valoración del esfuerzo. Existen divulgaciones diversas sobre la Iglesia y la creencia en un Dios. Aparecen grandes cambios en torno a las diversas religiones. Desaparece la literatura fantástica. La gente se acerca cada vez más a la inspiración 'vía satelital'. Las personas aprenden a compartir la diversión vía internet con amistades. 5. Como actitud filosófica La postmodernidad, por más polifacética que parezca, no significa una ética de carencia de valores en el sentido moral, pues precisamente su mayor influencia se manifiesta en el actual relativismo cultural y en la creencia de que nada es totalmente malo ni absolutamente bueno. La moral postmoderna es una moral que cuestiona el cinismo religioso predominante en la cultura occidental y hace énfasis en una ética basada en la intencionalidad de los actos y la comprensión inter y transcultural de corte secular de los mismos. Es una nueva forma de ver la estética, un nuevo orden de interpretar valores, una nueva forma de relacionarse, intermediadas muchas veces por los factores postindustriales. Uno de los síntomas sociales más significativos de la postmodernidad se encuentra en la saga de películas Matrix, donde el realce de la estética y la ausencia de culpa causal, unidos a la percepción de un futuro y una realidad incierta, se hacen evidentes. 6. La Iglesia frente a la Modernidad y la Post Modernidad a) La Iglesia frente al misterio del tiempo Es indudable que nos hallamos ante un momento de cambio. Ya el Concilio Vaticano II, hace cuarenta años, reconocía que «la humanidad vive un período nuevo de la Historia» (1). El proceso de cambio no ha dejado de acelerarse en estas últimas décadas. Nos dirigimos hacia una sociedad cuyos contornos se van dibujando lentamente y que a falta de un término mejor, llamaremos post-moderna. No pretendo hacer aquí un análisis filosófico de lo que se ha dado en llamar la post-modernidad. Ni siquiera sus mismos fautores, de Lyotard a Vattimo, concuerdan en describir sus rasgos esenciales. No sabemos bien si se trata de una mera periodización cronológica, o de un juicio de valor. El caso es que, para bien o para mal, hemos entrado en un nuevo período de la historia de la humanidad. La pregunta que surge inevitablemente es si en este nuevo escenario que se avecina, más aún, que está ya en gestación, habrá sitio para la Iglesia, o si habrá aún fe en la tierra en este nuevo milenio. Ya Romano Guardini, en un penetrante análisis publicado en Würzburg en 1950 con el título “El ocaso de la era moderna”, diagnosticaba: «La imagen del mundo de los tiempos modernos se deshace. Aparece una nueva (…) cultura no cristiana que está en proceso de elaboración (…) ¿De qué tipo será la religiosidad de los tiempos que vienen?… La manifestación violenta de la existencia no cristiana será más importante que todo (…) Se desarrollará un nuevo paganismo, pero de carácter distinto al primero (…) La soledad de la fe será terrible (…) Nuestra existencia se enfrenta a una opción absoluta con todas sus consecuencias: las más grandes posibilidades y los peligros extremos (2). Frente a este escenario que se perfila en el horizonte con rasgos cada vez más precisos, la actitud más frecuente suele ser la de aquellos que el Beato Juan XXIII denominaba, profetas de des venturas, quienes «creen ver sólo males y ruinas en la situación de la sociedad actual. Repiten constantemente que nuestra época va de mal en peor en comparación con el pasado (…) Nosotros opinamos de modo muy diferente de estos profetas de calamidades que presagian la desgracia como si fuera inminente la ruina del mundo» (3). Ya San Agustín, con su habitual perspicacia, corregía a sus contemporáneos, que se lamentaban de los tiempos que les habían tocado vivir, tiempos de invasiones bárbaras y de caída de un imperio, y que añoraban tiempos pretéritos: “No protestéis, pues, queridos hermanos (…) ¿0 es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han sufrido nuestros antepasados? (…) Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos, porque no son los tuyos” (4). Qohélet, con su peculiar escepticismo, afirma: «No preguntes por qué los tiempos pasados eran mejores que los de ahora. Eso no lo pregunta un sabio» (Qo 7,10). Y el cardenal Newman, por su parte, decía que cada siglo es semejante a los otros, pero a los que lo viven les parece peor que todas las épocas precedentes. Y concluía diciendo, “por lo que se refiere a la suerte del cristianismo, que la causa de Cristo agoniza siempre”. b) La Iglesia pasa siempre a los bárbaros No tiene sentido, pues, andar comparando los tiempos presentes con los pasados ni medir a la generación actual con la anterior. Siempre se tendrá la impresión de que empeora. En lugar de lamentarse añorando los felices tiempos pasados, la Iglesia ha reaccionado siempre con un gesto audaz, lanzándose a evangelizar los tiempos nuevos que le ha sido dado vivir. Con palabras del joven profesor de la Sorbona, Federico Ozanam, beatificado por Juan Pablo II en Notre Dame durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1997: «la Iglesia pasa continuamente a los bárbaros». Para Ozanam la Iglesia desde sus orígenes no ha cesado de aceptar los desafíos que cada época de cambio le ha lanzado. Así sucedió en los tiempos de San Agustín, cuando la Iglesia, ligada al Imperio Romano desde los tiempos de Constantino, mientras lo veía derrumbarse bajo los golpes de los bárbaros, supo ir con audacia evangélica al encuentro de los invasores germánicos y convertirlos a la Buena Noticia del Evangelio. Ozanam pedía, para evangelizar las masas proletarias creadas por la revolución industrial, que la Iglesia del siglo XIX fuera lo que la del siglo v para los bárbaros: no enemiga, sino maestra y pedagoga. Era lo que Teilhard de Chardin reclamaba hace más de cincuenta años ante las inmensas estepas del Tien-Tsin en sus Méditations sur la conversión du monde: «Un día, hace mil años, los Papas, diciendo adiós al mundo romano, se decidieron a pasar a los bárbaros. ¿No es acaso un gesto semejante y más profundo lo que se requiere también hoy día?». Este gesto de coraje y de ardor, de esperanza y de amor, ¿no es precisamente lo que el nuevo milenio espera de la Iglesia? Si el encuentro del cristianismo con el mundo bárbaro de los siglos IV y v impresionó a Ozanam, que vivía en el siglo XIX, nosotros, cristianos del siglo XXI, tenemos aún más razones para interesarnos por él. Porque por encima de la distancia temporal que separa ambas épocas, hay una especie de parentesco espiritual que las une. La nueva fe propuso un modo diverso de vivir el tiempo, de pensar las relaciones familiares, de concebir la muerte y el más allá. En plena crisis del Imperio Romano y mientras va surgiendo una nueva religiosidad, la fe en Cristo, en virtud de su novedad, satisface las aspiraciones más profundas del espíritu, tanto en la relación con Dios como en las relaciones humanas. Esta es la encrucijada histórica en que nos encontramos. Después de años de confrontación con los movimientos culturales e ideológicos que han transformado profundamente Europa en los últimos trescientos años, la Iglesia ha comenzado a pasar a los bárbaros de la modernidad con el giro copernicano que el Concilio Vaticano II le ha impreso. El Concilio ha sido el intento de reconciliar a la Iglesia con el espíritu de la Ilustración, privada ya de sus entusiasmos juveniles iconoclastas. La Iglesia, en su apertura al mundo de hoy, no ha hecho sino un poderoso esfuerzo de discernimiento para tratar de acoger cuanto de bueno y positivo ha creado nuestro mundo, recorriendo a veces caminos lejanos de la Iglesia. No significaba la renuncia a la pretensión de Verdad, a la que la Iglesia no puede renunciar, sino al contrario, reconocer que en el hombre, aun herido por el pecado original, resplandece siempre algo de la imagen que Dios ha impreso en él, y es, por tanto, capaz, aunque limitadamente, de verdad, de belleza y de bien (5). Pablo VI resumió esta actitud en su célebre discurso de Clausura del Concilio, magnífica pieza oratoria y verdadero programa para la Iglesia: “La Iglesia se ha ocupado, sí, no sólo de sí misma y de la relación que la une con Dios, sino del hombre tal y como se presenta: el hombre vivo, el hombre todo ocupado de sí mismo (…) El humanismo laico profano al final ha aparecido en su terrible estatura y ha, en un cierto sentido, desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un encuentro, una lucha, un anatema? Podía ser, mas no ha sucedido. La antigua historia del Samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha invadido todo. El descubrimiento de las necesidades humanas (y tanto mayores son cuanto más grande se hace el hijo de la tierra), ha absorbido la atención del Concilio “(6). Esta reconciliación no es una tarea fácil. Se trata de recomponer una fractura profunda y de conjugar valores aparentemente antitéticos: libertad y verdad, ciencia y sabiduría, individualismo y solidaridad (7). Tan fácil como la condena apriorística de la modernidad es el riesgo de una integración total, de una rendición sin condiciones a la modernidad en la que el cristianismo renuncia a principios y criterios para hacerse aceptar de la sociedad moderna. Sin embargo, agotado el proyecto de la modernidad, el cristianismo constituye la única fuerza capaz de hacerle superar las aporías en que ha ido a parar, y ayudarlo a superar los peligros del irracionalismo y del nihilismo. c) La postmodernidad Apenas unos años después de la clausura del Concilio Vaticano II, el mayo del 68, crónica de una muerte anunciada, irrumpe por doquier en Occidente con toda su fuerza. De la primavera de Praga al mayo francés, del comienzo de la contestación al régimen de Franco a Woodstock en los Estados Unidos, aquella fatídica fecha señala el inicio de una nueva etapa en la historia que, a falta de mejor etiqueta, denominaremos post-modernidad. La Iglesia ha venido así a encontrarse en la paradójica situación de salvadora de la modernidad, según el paradigma del Samaritano, precisamente cuando acababa de reconciliarse con ella. Parece que se hubiera cumplido una vez más la famosa observación del sociólogo norteamericano Peter Berger: quien se desposa con el espíritu de los tiempos, bien pronto se quedará viudo. Si hay una palabra que pueda sintetizar el espíritu de la post-modernidad, sin duda sería ««light>•, con su riqueza de matices. La distancia que va de la época precedente ala nuestra es la que separa dos mascotas: Milú, el perro de Tintín, intrépido, generoso hasta la temeridad, y Snoopy, tendido siempre sobre su caseta, ocupado en sus problemas. 0, quizá mejor aún: la diferencia que va de ambos canes a los pokémon, la desaparición de toda belleza, la caída en el nihilismo total. La condición post-moderna, según Lyotard, es "el estado de la cultura después de las transformaciones experimentadas por las reglas del juego de la ciencia, la literatura y las artes a partir del siglo XX" (8). Es la negación de los absolutos que fundamentan la modernidad (razón, ciencia, técnica, revolución, estado, moral, religión, partido, clase social o raza), y la renuncia, ante todo, a la verdad, sustituida por el pensamiento débil (Vattimo), un conocimiento parcial, errático, fragmentario, que reniega de las metanarraciones o grandes cosmovisiones que conferían sentido. La postmodernidad se ve a sí misma como experiencia de fin de la historia, o más bien, fin de la historicidad, disolución de la categoría de lo nuevo, antes que como un nuevo estadio, más o menos avanzado de la historia misma (9). Frente al hombre moderno, el hombre de la historia, que se siente inmerso en el curso de unos acontecimientos ordenados (¿la lectura del periódico no constituye acaso la oración matutina de millones de seres humanos?), el hombre postmoderno de la época de la televisión digital y satelital, la era de Internet, pierde la noción de discurrir en virtud de la simultaneidad, y con ella, la memoria de los acontecimientos. Esta es la nueva época en la que la Iglesia tiene que dar una vez más el paso hacia los bárbaros, en un gesto audaz y lleno de espíritu evangélico. |
7. Siete grandes desafíos para el anuncio del Evangelio en nuestro tiempo.
Creo que podemos identificar siete grandes desafíos para la Iglesia en este comienzo de milenio.
7.1. El desafío de la verdad frente al pensamiento débil
La post-modernidad se caracteriza por la aparición de una nueva racionalidad. La razón autónoma, privada de la ayuda de la fe, ha recorrido caminos que han conducido a Auschwitz y al Gulag. Era normal que se llegara el hastío y a la búsqueda de un nuevo modo de racionalidad, El hombre postmoderno es hedonista y consumista, como le enseña el sistema. A diferencia del escriba prudente del que hablaba Jesús, que sacaba del baúl lo viejo y lo nuevo, nuestro hombre compra cada mañana una cosa nueva y ala tarde la tira porque es vieja. Relativista y escéptico, prefiere un pensamiento débil y fragmentario que no le comprometa a nada. Humberto Eco define nuestra época como la época del feeling, el sentimiento, sobre la verdad. Se vive de impresiones, de impactos sensoriales o emocionales, de lo efímero.
Es precisamente en la concepción de la verdad y de la razón donde con mayor fuerza se deja sentir la crisis de la modernidad. Oyendo hablar de verdad, nuestro mundo responde con la pregunta cínica y desengañada de Pilatos: ¿y qué es la verdad? El cristianismo, en cambio, se presenta con algunas exigencias filosóficas irrenunciables, que Juan Pablo II ha expuesto en la encíclica Fides et Ratio.
El cristiano no puede renunciar al anuncio de la verdad, convencido de que la necesidad más radical del hombre es saciar el hambre de verdad, y que la peor forma de corrupción es la intelectual, que aprisiona la verdad en la injusticia, llamando al mal, bien e impidiendo el conocimiento de la realidad tal y como es.
¿Cómo reconciliar la religión del Logos encarnado, cuya pretensión fundamental es la de ser “religio vera”, con una cultura que ha renunciado a toda pretensión de conocer la verdad? Este es el desafío que tenemos planteado, para el que yo no veo más solución que proponer, no ya la verdad, sino una cultura de la verdad. Una cultura de la verdad hecha de inmenso respeto y aceptación de la realidad, traducida en respeto hacia la persona, que es la forma eminente de lo real.
7.2. Anunciar a Jesucristo en la era del New Age
El segundo es anunciar a Jesucristo en una era de religiosidad salvaje. Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del «retorno de Dios, como si Dios hubiera estado alguna vez lejos del mundo y del hombre, o, del regreso de una religiosidad salvaje. El siglo XXI parece más religioso que el precedente. La cuestión no está en saber si nuestro tiempo creerá o no, sino en qué creerá. Si Heidegger definía la modernidad como un estado de incertidumbre acerca de los dioses, la post-modernidad representa en cambio el regreso triunfal de los dioses.
No del Dios personal que se ha revelado en Jesucristo, sino de los dioses y las mitologías y religiones pre-cristianas, entre las que los cultos vinculados a la naturaleza, adquieren un especial relieve. Cultos pre-cristianos, que en cada región adquieren una coloración especial: si en la Europa atlántica se trata de mitologías célticas, en la América Hispana se vuelve a los cultos precolombinos, o incluso, como en algunas partes de Europa, entre ellas España, se añora un pasado musulmán idealizado como una especie de edad dorada que la llegada del cristianismo ha venido a destruir.
Del regreso a las mitologías pre-cristianas pasamos a la magia, el ocultismo y el preocupante aumento de las sectas satánicas. Umberto Eco, nada sospechoso de beatería, tiene razón cuando cita a Chesterton para describir la paradoja actual: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada. Creen en cualquier cosa» (10).
Se trata del regreso de una religiosidad salvaje, que el cardenal Lehmann ha definido «teoplasma», una especie de plastilina religiosa a partir de la cual cada uno se fabrica sus dioses a su propio gusto, adaptándolos a las necesidades propias (11).
De nuevo se plantea ante nosotros el desafío en toda su formidable magnitud: ¿cómo anunciar en medio de este universo religioso, en el gran supermercado de la artesanía religiosa, a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que ha dejado la Iglesia en la tierra como signo y continuadora de su misión entre los hombres?
Aquí es donde se requiere toda la audacia del evangelizador, recordando las palabras, hoy más actuales que nunca, de Juan XXIII en la inauguración del Concilio Vaticano II: «una cosa es el depósito mismo de la fe, o las verdades contenidas en nuestra doctrina, y otra el modo en que éstas se enuncian, conservando, sin embargo idéntico sentido y alcance» (12).
En este contexto adquiere también una actualidad especial un tema que ha sido reiteradamente propuesto por el Santo Padre: el diálogo inter religioso. Se trata de un diálogo difícil, hecho de respeto, tejido con amorosa paciencia, que no se cansa ni se deja vencer ante los primeros reveses, que, sin embargo, nunca puede reemplazar el anuncio explícito de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Donde todo vale lo mismo, en definitiva nada vale nada.
El diálogo no puede sustituir a la misión, ni convertirse en un consenso de mínimos. Como actividad inteligente, según la llamaba Pablo VI, es un camino hacia la verdad, a la que se llega a través de la experiencia del encuentro entre personas.
7.3. Persona humana y familia
El tercer gran desafío de nuestra época tiene como objeto directamente al ser humano. El inicio del Milenio nos sorprendió con el anuncio del desciframiento completo del genoma humano, la monumental enciclopedia donde con sólo cuatro letras está escrito el hombre.
Unos meses después llegan voces confusas de que en algunos centros de investigación se han modificado genéticamente algunos embriones durante el proceso de fecundación in vitro. Desde diversas instancias se solicita la clonación de embriones humanos con fines terapéuticos, o al menos así se dice.
Debemos rendirnos a la evidencia: la clonación reproductiva de seres humanos es técnicamente posible, y será muy difícil evitar que algún grupo de científicos, empujados por un deseo prometeico de traspasar una frontera hasta ahora considerada inviolable, se decidan a clonar un ser humano.
A la repugnancia que ahora nos produce esta consideración, acabará sucediendo en la opinión pública primero una especie de resignación ante los hechos consumados, y después, una decidida aceptación.
Hemos llegado así al borde de los escenarios futuristas descritos por Aldous Huxley, hace más de 60 años en su conocida obra Brave New World, Un mundo feliz, donde los seres humanos son producidos, sometidos a precisos controles de calidad, y ya no engendrados.
El hastío producido por el desarrollo implacable de la técnica, que invade todos los dominios de la vida humana, no ha logrado impedir la difusión de una mentalidad que considera al hombre como objeto, y no como sujeto, y por tanto, capaz de ser manipulado o modificado para adaptarlo a los estándares de producción.
En un mundo así, los débiles, los enfermos, los ancianos, los que no poseen un cuerpo hermoso, están destinados a una progresiva marginación. La aprobación de la eutanasia activa en varios países, es sólo el primer paso de un proceso que acabará imponiéndola en los demás países para eliminar, bajo una máscara de humanidad, los elementos menos productivos del sistema económico y que más recursos consumen.
Está por otra parte la desintegración del modelo familiar. La aprobación de leyes reguladoras de las parejas de hecho y cuyo último e inconfesado fin es el de equiparar las uniones entre homosexuales al matrimonio monoparental. El aumento espectacular de matrimonios deshechos, de uniones irregulares, con hijos procedentes de diversos padres… todo tiene un profundo impacto en la sociedad.
La visión antropológica de la complementariedad de sexos, entre el hombre y la mujer, cede a la ideología del género, tal y como se presentó en la cumbre mundial de Pekín (1995): cada uno configura su propia orientación y comportamiento sexual libremente, sea heterosexual, homosexual o bisexual, como un derecho ejercido libremente.
Esto es para la Iglesia un desafío epocal. La desintegración de la persona, irá dejando a los bordes del camino seres maltrechos y heridos, a quienes la Iglesia habrá de recoger con infinito amor: personas producto de complejas situaciones familiares y afectivas, y de la educación ambiental, para quienes será necesario encontrar un espacio en la Iglesia, sin renunciar a la verdad acerca del hombre. Nos hallaremos cada vez más con más personas que han sufrido un proceso de maduración personal deficiente, marcados por profundas carencias afectivas y emotivas. Acaso niños creados en laboratorio, a quienes no dejaremos de recibir, aun cuando denunciemos a quienes recurren a las técnicas de clonación para traerlos al mundo. Y al mismo tiempo, la presión será cada vez mayor contra quien ose desafiar la medida social impuesta, es decir, contra las familias, unidas, estables y abiertas a la vida, a toda la vida, desde su concepción hasta su fin natural.
A este hombre del siglo XXI, prófugo, vagabundo de afecto, es a quien hay que anunciar el misterio de la íntima comunidad de personas en Dios Trinidad, la Encarnación del Hijo en el seno de una familia, la llamada a la comunión con los demás en la familia de los hijos de Dios, desarrollando un proyecto de vida en un matrimonio o en la vida sacerdotal o religiosa.
7.4. Ser cristiano en el mundo de la economía globalizada. ¿Cómo ser cristiano en un mundo globalizado? Un vistazo rápido a los periódicos y a las agendas culturales nos confirma que «globalización» es la palabra de moda en los foros y seminarios de discusión internacional. La globalización económica y cultural es un fenómeno sumamente complejo que estamos tratando de descifrar. Prueba de esto es el llamado « pueblo de Seattle», la contestación radical a la globalización, que paradójicamente es un producto de la globalización misma, pues ha logrado amalgamar elementos tan heterogéneos como los pueblos nativos americanos, movimientos anarquistas, sectas orientales, desocupados y sin tierra, procedentes de todo el planeta, y ello gracias al principal motor de la globalización, que es el Internet.
El juicio acerca de la globalización ha de ser prudente. Contiene elementos muy positivos, que facilitarán enormemente el intercambio entre pueblos diversos, y también -¿por qué no? el anuncio del Evangelio. El riesgo es el de una homogenización, no sólo lingüística, diseñada por unos pocos y difundida a través de medios de comunicación potentísimos que lo invaden todo, que sería una amenaza para la libertad.
Para la Iglesia, el compromiso principal en la hora actual está en la defensa de los débiles, especialmente de los nuevos esclavos que la globalización está produciendo.
Estamos ante un fenómeno migratorio sin precedentes en la historia de la humanidad. El descenso de la natalidad en Europa y el aumento de la demanda de mano de obra, hacen necesaria la llegada de trabajadores extranjeros. Según datos recientes, se calcula que para el año 2050, un país como España tendrá cerca de 13 de millones de trabajadores extranjeros.
Estamos ante un proceso de cambio social y cultural de incalculables proporciones, que debe hacernos reaccionar. Se ha dicho que la Iglesia perdió la clase obrera en los siglos XIX y XX, abandonándola en manos de movimientos revolucionarios, por no haber sabido movilizar los recursos de que disponía en favor de los trabajadores explotados, que es justamente lo que pedía Federico Ozanam.
La experiencia de los errores del pasado debería ayudarnos a no ignorar el drama de los millares de trabajadores que cruzan cada mes tantas fronteras buscando simplemente huir del espectro del hambre. ¿Sabrá la Iglesia estar al lado de los nuevos esclavos del siglo XXI? ¿Pasará la Iglesia del siglo XXI a estos nuevos bárbaros, y dar lugar a una nueva síntesis capaz de fecundar con nuevos valores la cultura europea decadente? He aquí otro desafío.
7.5. Las nuevas sociedades multiculturales
Esto nos lleva directamente a otro gran compromiso de la hora actual: la presencia de la Iglesia en una sociedad multicultural y pluralista. El imparable flujo de emigrantes procedentes de ambientes culturales diferentes, no sólo provocará un profundo cambio social, sino también cultural. El respeto a la identidad cultural de los recién llegados no puede ponerse en discusión. Este derecho sin embargo es correlativo al respeto por la identidad cultural del pueblo de acogida, que no puede menospreciarse en aras de una mal entendida tolerancia. De otro modo se estarían reproduciendo, a la inversa, la destrucción cultural cometida con frecuencia en el pasado por colonizadores europeos en otros pueblos.
El mensaje de Año Nuevo de Juan Pablo II en el año 2001, dedicado precisamente al diálogo entre las culturas, ofrece al respecto pautas iluminadoras (13). Nos exige ser a la vez audaces en el diálogo intercultural, sin renunciar a la propia identidad. Cuando a la base del modelo pluralista existe únicamente una concepción relativista de los valores, la democracia se ve amenazada en sus mismos fundamentos. La democracia tal y como la conocemos, ha surgido sobre la base de un sistema de valores impregnado, en mayor o menor medida, por una concepción cristiana del hombre y de la sociedad. La Iglesia, como experta en humanidad y conocedora a fondo del corazón humano, tiene mucho que decir en la tarea de formar una conciencia cívica y política. No es el sueño nostálgico de un protagonismo perdido, sino la conciencia del papel que tiene que desempeñar en el sistema democrático.
7.6. La revolución informática
Llegamos así a la revolución informática, la llamada tercera revolución, que está transformando a pasos agigantados nuestro modo de acceso al mundo. En muy pocos años, hemos asistido a un desarrollo impresionante de las técnicas de comunicación a distancia, y a la creación de una red mundial, Internet. Paul Ricoeur, el infatigable buscador del sentido de las cosas, hace un diagnóstico implacable del mal de nuestro tiempo: hay una hipertrofia de los medios y una atrofia de los fines. Hay demasiados medios para los escasos y raquíticos fines que se proponen en nuestra sociedad. Tenemos mucha información, sabemos más, pero esta información no nos hace más sabios, ni por tanto, mejores (14).
A nadie se le oculta que estos valores positivos, estas promesas, se presentan de la mano de formidables amenazas y desafíos no sólo para la Iglesia, sino para el hombre. Parece como si en nuestros tiempos se cumpliera realmente lo que Berkely afirmara: Lo que no se percibe a través de los medios, es como si no existiera.
La Iglesia vive en este mundo, usando estos medios de comunicación. No puede prescindir de ellos, pues su misión primera y esencial es comunicar una Buena Noticia. Es posible establecer una simbiosis fecunda en la que la Iglesia del recuerdo, de la sabiduría y del gozo puede salvar a los medios de la transitoriedad, la dispersión y el ocio sin sentido; y a su vez, los medios pueden aportar a la Iglesia frescura, atención al mundo contemporáneo y un modo atractivo y agradable de comunicar el anuncio de Jesucristo (15). La Iglesia, que es comunicadora por excelencia, puede aprender mucho de los medios de comunicación. Los medios, que viven de lo efímero, pueden aprender de la Iglesia, que es experta en humanidad.
7.7. La tutela del medio ambiente
El desarrollo de la economía y el agotamiento de ciertos recursos naturales ha colocado en primer plano la urgencia por la conservación del medio ambiente. El cambio climático, el efecto invernadero, el avance de la desertización, han dejado de ser problemas teóricos para convertirse en una preocupación de todos. Es una nueva conciencia ecológica, llena de incoherencias, pues al mismo tiempo que nos preocupa la contaminación y pérdida de ambientes naturales, y soñamos con el encanto de una vida en contacto con la naturaleza, estamos dispuestos a hacer bien poco por renunciar a las comodidades responsables del desgaste medioambiental: no queremos renunciar a las autopistas, ni a la calefacción en invierno, ni al aire acondicionado en verano.
Para la Iglesia, esta nueva conciencia ecológica es un desafío y una oportunidad: conducir al hombre hacia la trascendencia, enseñándole a recorrer el camino que parte de la experiencia de la creación y desemboca en el conocimiento del creador, superando la tentación de divinizar la Tierra. La Escritura y el ejemplo de algunos santos, cuyo paradigma es San Francisco de Asís, ofrecen puntos de apoyo para esta evangelización de la ecología.
8. LA RESPUESTA DE LA IGLESIA
Hemos considerado algunos de los desafíos que la Iglesia encuentra frente a sí en la llamada post modernidad. Siete tareas ingentes, que exigen la movilización de todos sus recursos, de su creatividad e iniciativa, pero que son, al mismo tiempo, siete posibilidades de anunciar al mundo a Jesucristo, de desplegar la misión.
¿Cuál ha de ser la respuesta en esta nueva etapa de la Historia que se abre ante nosotros?¿Cómo responder a estos desafíos? ¿Cómo aprovechar las nuevas circunstancias para anunciar a los hombres a Jesucristo?
La respuesta viene dada por la palabra que acaso más se ha repetido: la santidad. Bien entendida significa que el principal desafío para la Iglesia no está fuera, sino dentro de ella misma.
Su tarea principal, antes que cualquier otra, es acoger el Evangelio con más fidelidad, con más radicalidad aún, dejarse purificar por la Palabra de Dios, que penetra hasta la frontera entre el alma y el espíritu (Heb 4,12), y regenerar por el baño del agua y de la palabra.
La Iglesia del siglo XXI, ha de ser sobre todo cristiana, es decir, más de Cristo. Naturalmente, al hablar de santidad, se trata de la respuesta personal de los hijos de la Iglesia a la Palabra de Dios. Sólo hombres y mujeres reconstruidos interiormente podrán dar nueva vida a la Iglesia, como entendió Francisco cuando escuchó la invitación de Cristo a reconstruir su casa que amenazaba ruina.
Antes que preguntarnos por la adopción de nuevas estrategias, la creación de nuevas estructuras, tenemos todos que hacer una humilde confesión de culpa y emprender el camino de la propia conversión.
San Juan de Avila un hombre del post-concilio, reformador de la Iglesia en España, escribía en sus memoriales al Concilio de Trento, que los sabios decretos de reforma promulgados por el Concilio servirían de bien poco sin hombres reformados interiormente que los llevaran a cabo, de la urgencia de transformar la Iglesia, no sólo en una Iglesia para los pobres, sino en una Iglesia pobre, es decir, más confiada y apoyada en la fuerza del Espíritu Santo y en su acción, que en sus propios métodos, estructuras e instituciones. Una Iglesia pobre, que no renuncia a usar los medios que Dios le da para desempeñar su misión, pero no pone en ellos su esperanza ni su salvación.
9. Conclusión
No nos es dado hacer profecías respecto al futuro. No sabemos si nos aguarda una nueva era martirial, o si conoceremos una nueva primavera de fe en nuestro tiempo. En algunas regiones de Asia, es previsible un período de persecución, como ya se puede apreciar en China o en Indonesia y en países donde la misión discurría pacíficamente como en la India.
La fe no conoce un progreso lineal de una época a otra. En cierto sentido, en cada generación la fe es la semilla de mostaza insignificante y siempre amenazada. Cuenta sin embargo, con la presencia de su Salvador y del Espíritu Santo, que no deja de suscitar nunca nuevos santos, hombres y mujeres que aportan soluciones nuevas y creativas a los desafíos de su tiempo.
«Se habla mucho, decía un autor, de los primeros siglos del cristianismo. En realidad, no estoy seguro de que hayan ya pasado». Somos nosotros los primeros cristianos, si medimos el tiempo con magnitud cósmica. El Evangelio apenas ha comenzado a extenderse, y la nueva creación es apenas un niño balbuciente. Entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, la Iglesia continúa su camino sin perder la esperanza.
Termino recordando con emoción el grito. Apasionado de Ozanam: «¡La esperanza! -escribía-. “El fallo de muchos cristianos es esperar poco. Es creer, frente a cualquier ataque, a cualquier obstáculo, en la ruina de la Iglesia. Son como los apóstoles en la barca durante la tempestad: olvidan que el Salvador está en medio de ellos».
Muchas gracias.
OSCAR ANDRES CARDENAL RODRIGUEZ M, S.D.B.
Arzobispo de Tegucigalpa.
Notas.
- Gaudium et Spes 4; Cfr. Consejo Pontificio de la Cultura, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano, 1999, n. 7.
(2) R. Guardini, La fin des modernes, Seuf, París, 1953, pp. 61-122, passim.
(3) Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Vaticano II, 11/11162, Enchíridion Vaticanum 1, nn. 40-43.
(4 )S. Agustín, Sermo Caillau-Saint-Yves 2, 92. PLS, 2,441-442.
(5) Cfr. P. Poupard, Buscar la verdad en la cultura contemporánea, Ciudad Nueva, Madrid-Buenos Aires, 1995.
(6) Pablo VI, Homilía de Clausura de la 4.1 Sesión del Concilio, 7-12-1965, in P. Poupard, Iglesia y culturas. Orientación para una pastoral de la inteligencia, Edicep, Valencia, 1988, pp. 179-182.
(7) Cfr. A. Bausola, «La tradición filosófica europea», en Cristianismo y Cultura en Europa. Memoria, conciencia, proyecto, Madrid, 1992, 40-58. Cfr. P. Poupard, «Umanesimo, la scommessa di Bausola», Avvenire, 11-5-2001.
(8) J. F. Lyotard, La condizione postmoderna, Milano, 1998, p. 5. Ed. Esp. La condición posmodema, México, 1993.
(9) G. Vattimo, La fine della modernitá, Milano, 1998, 13.
(10) U. Eco, La bustina di Minerva, Milano, 2000, 132.
(11) K. Lehmann, «Dio é piú grande dell'uomo», 11 Regno attualitá, 44 (1999) 637648, aquí 640.
(12) «Est enim aliud ipsum depositum Fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur, eodem tamen sensu eademque sententia» Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 11-10-1962. Enchiridion Vaticanum I, n. 55.
(13) Juan Pablo II, Diálogo entre las culturas para una civilización del amor y de la paz. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2001, Ciudad del Vaticano, 2000, esp. Nn. 14-15: «Respeto de las culturas y "fisonomía cultural" del territorio».
(14) P. Poupard, «Los medios de comunicación social al servicio de una cultura de la verdad», Cultura y Medios de Comunicación Social. Actas del III Congreso Internacional, Salamanca, 2000, 20-27.
(15) Juan Pablo II, Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24-1-1999, L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, 5-2-99.