La dimensión misionera, al pertenecer a la naturaleza misma de la Iglesia, es también intrínseca a toda forma de vida consagrada, y no puede ser descuidadda sin que deje un vacío que desfigure el carisma.
La misión no es proselitismo o mera estrategia; la misión es parte de la "gramatica" de la fe, es algo imprescindible para aquellos que escuchan la voz del Espíritu que susurra "ven" y "ve". Quién sigue a Cristo se convierte necesariamente en misionero, y sabe que Jesús "camina con él, habla con él, respira con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera" (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 266).