La gracia de la renovación misionera ha ayudado siempre a la Iglesia a extender los espacios de la fe y de la caridad hasta los últimos confines de la tierra. En el contexto rico de piedad del siglo XIX, la senda del anuncio encontró un nuevo impulso gracias a algunas personas que, urgidas por el amor de Cristo por la humanidady sostenidas por una fuerte espiritualidad de oración asidua, pudieron vivir la propia dedicación a la misión como un don de Dios a la Iglesia.
Es importante recordar sus nombres: Pauline Marie Jaricot (1799-1862), que está en el origen de la Obra de la Propagación de la Fe; Charles Auguste Marie de Forbin-Janson (1785-1844), Obispo de Nancy, fundador de la Obra de la Santa Infancia; Jeanne Bigard (1859-1934), que, junto con la madre Stephanie, dio vida a la Obra de San Pedro Apóstol; el Beato Padre Paolo Manna (1872-1952), misionero, fundador y animador de la Unión Misionera del Clero.
El origen carismático de las Obras Misionales Pontificias aparece con claridad desde los inicios, en la inspiración de sus fundadores y en la visión de fe de sus primeros colaboradores. Su presidente declaraba a los responsables de los diversos grupos misioneros reunidos en Lyon el 3 de mayo de 1822: «Somos católicos y debemos fundar una obra católica, es decir, universal. No debemos ayudar a esta o aquella misión, sino a todas las misiones del mundo».
La historia de cada una de las Obras Misionales Pontificias ha confirmado sucesivamente su origen carismático. Nacidas espontáneamente en el Pueblo de Dios como iniciativas apostólicas privadas de laicos, han sabido transformar la adhesión a Cristo de los fieles en viva corresponsabilidad misionera. Surgidas y aceptadas en las diversas Iglesias, las Obras Misionales Pontificias han ido adquiriendo carácter supra-nacional y finalmente han sido reconocidas como Pontificias y puestas en relación directa con la Santa Sede.