Por muy secularizada que esté nuestra sociedad -que no lo está tanto como algunos teóricos afirman o dan a entender- la absoluta mayoría de las personas se ha encontrado alguna vez en su vida asistiendo a -o participando en- la celebración de un sacramento cristiano ¿Quién no ha asistido como invitado a un bautizo, o a una boda por la Iglesia? ¿Cuántos españoles no han hecho la primera comunión, o no han acudido a un funeral? ¿O cuantos, a su paso por un hospital como enfermos, o familiares de un enfermo, no han visto pasar al capellán distribuyendo la comunión por las habitaciones? Sin lugar a dudas se trata de experiencias que, independientemente del valor que cada uno les dé, han estado al alcance de casi todo el mundo, y en la mayoría de los casos no les dejan indiferentes, sea para bien o para mal.
Y es que los sacramentos impactan más de lo que se percibe a primera vista, aunque haya cristianos que los reciban sin darles su valor, como reprochaba San Pablo a los de Corinto respecto de la Eucaristía. ¿En qué radica ese valor y la fuerza de ese impacto? Pues sencillamente en que son representaciones de situaciones de la vida cargadas de una enorme fuerza, símbolos que descubren al ser humano sus cualidades y carencias más hondas, modos de expresar con medios al uso de cualquiera -palabras, gestos, elementos materiales: agua, vino, pan, aceite, etc.- su capacidad de expresar el misterio de su ser y de comunicarse con el Misterio originario y radical. La psicología profunda sabe mucho de todo ésto.
Pero hay muchas personas -cristianos incluidos- que no llegan a percibir conscientemente, y a saber valorar el impacto antes mencionado, que producen en ellos los sacramentos. Y, aunque no única, causa principal de que ello ocurra es que no han llegado a descubrir suficientemente que la vida entera está bañada de sacramentalidad, es decir, de símbolos que, de un modo u otro, llegan a nosotros y nos influyen profundamente. Los especialistas en publicidad sí conocen el valor de los símbolos, y los utilizan como medio de persuasión comercial, económica o política. Sólo que nos los lanzan con tal profusión que lo que logran a menudo es embotar, en lugar de afinar, nuestra sensibilidad. Pero su trabajo está basado en una fe roqueña en la fuerza de los símbolos al producir su impacto en los seres humanos.
Para valorar debidamente los sacramentos cristianos hemos de comenzar recuperando la sensibilidad humana que nos hace percibir la carga simbólica que de mil formas actúa sobre nosotros en la vida cotidiana: saber asociar, por ejemplo, al agua del bautismo el poder que tiene el agua de fecundar la tierra o la sensación de limpieza y bienestar que nos produce cuando nos duchamos; a la bendición litúrgica el placer que sentimos ante una expresión bien-dicha dirigida a nosotros; a la reunión eucarística la alegría experimentada por los hermanos bien avenidos al reunirse, como dice expresamente el salmo 132; al pan y al vino sobre la mesa del altar el afecto que percibimos en quien nos invita a compartir su comida; a la absolución sacramental el alivio que nos inunda, tras haber desecho algún grave malentendido que nos impedía vivir en paz con otro o con otros, o el sabernos perdonados y queridos de nuevo por aquellos a quienes sentíamos haber ofendido; a la unción practicada sobre el enfermo, la tranquilidad fruto de verse uno bien atendido y acompañado; … A lo largo de la historia de Israel y, sobre todo en la persona y vida de Jesús, Dios ha utilizado todos esos símbolos para hacernos percibir su presencia y su amor.