Si el encuentro con Dios está forzosamente vinculado al encuentro con Cristo, ¿de qué manera, después de su resurrección y glorificación, podía seguir manifestándose visiblemente en el mundo y a los seres humanos El que es invisible, y su acción salvadora? Sin duda, era necesaria una prolongación terrena de Cristo, el sacramento original glorificado. Esa es precisamente la razón de ser y la misión de la Iglesia. Ella, con sus sacramentos, es la prolongación terrena de la persona y de la acción de Cristo; es el primer sacramento por el que se hace visible y operante el Cristo resucitado y glorioso, y es también, y por ello, el Cuerpo asistencial de Cristo a lo largo de la historia humana.
El Nuevo Testamento nos describe el misterio de la Iglesia diciendo que en toda ella -y en cada una de sus comunidades- habita el Espíritu (1 Cor 3, 16), y que es el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12, 1ss). La Didajé, uno de los primeros escritos cristianos no canónicos, habla del misterio cósmico de la Iglesia y, siglos más tarde, San Ambrosio la llama el gran misterio de salud y salvación.
La Iglesia, igual que Cristo, es sacramento en primer término por su mismo ser divino-humano, visible-invisible, que por un lado depende totalmente de Cristo y del Espíritu, y por otro, expresa, remite y hace presente el misterio de la salvación a través de sus elementos visibles.
La Iglesia es también -debe ser- sacramento por su obrar, es decir, por su coherencia ética, pues ha de ser en el mundo signo y testimonio limpio y diáfano de Cristo. El problema surge cuando la Iglesia no manifiesta en el obrar de sus instituciones o sus miembros el obrar de Cristo, cuando en unas u otros disocia o desmiente con sus actos el carácter de sacramento que Cristo encomendó a la comunidad de sus discípulos (cf Hech. 1, 8). Entonces aparece claro que, a diferencia de Cristo, ella es santa y pecadora al mismo tiempo y que la salvación, de la que es vehículo, debe aplicarla en primer lugar a sí misma y a todos y cada uno de sus miembros.
En tercer lugar, la Iglesia es sacramento por los signos privilegiados mediante los que manifiesta la sacramentalidad de Cristo y, por tanto, la suya propia: la Palabra que ella transmite y proclama, los sacramentos, la caridad puesta en ejercicio de múltiples formas asistenciales, entre ellas -de manera eminente, pues fueron resaltadas especialmente por Cristo- las dirigidas a los enfermos y sus cuidadores. Todos esos signos privilegiados no son sino las funciones por las que Cristo mismo comenzó a realizar su obra salvífica, y que se prolongan en la vida de la Iglesia. Mediante estos signos la Iglesia manifiesta y dirige el amor de Dios a todo ser humano, necesitado de acogida fraternidad y asistencia.