Todo ser humano, por el hecho de serlo, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26) -incluso cuando está infectado por el pecado (cf Gen 5, 1.3)- y, en cuanto tal, está llamado a representar (hacer presente) a Dios en el mundo, y a colaborar con él en la obra de la creación. Más aún, la encarnación del Verbo convierte en signo privilegiado de Cristo a cada ser humano en su situación vital concreta, tanto al que padece enfermedad, hambre o desnudez, como al que está en condiciones de paliar o resolver esas situaciones de indigencia. En ambos casos nos encontramos con el Cristo vivo: o paciente y necesitado, o terapeuta y oferente (cf Mt 25, 35.40). Por eso, ningún ser humano puede ser extraño o indiferente para el cristiano. Cada persona es, a su modo, un reclamo, una interpelación, un memorial permanente de Cristo.