Si todo ser humano es, a su modo, un cierto sacramento, el cristiano sabe que lo es por la fe, lo vive abiertamente y lo profesa públicamente. Esa es la primera diferencia fundamental con el no-cristiano, respecto al asunto que estamos tratando. El cristiano, si de veras lo es, sabe que la gracia de Dios está ya actuando, de manera latente y bajo formas veladas, en toda vida humana y en todo aquello que vivimos como seres humanos.
Pero el cristiano -y esta es la segunda gran diferencia- vive su sacramentalidad en el seno de la comunidad de la que es miembro, es decir, desde su pertenencia a la Iglesia. Sólo así adquiere su cualidad real de sacramento de Cristo y de la Iglesia. Un cristiano que usa los sacramentos como un medio de encontrarse él solo con Cristo, al margen de la comunidad, no ha entendido a Cristo, ni a la Iglesia; ni siquiera se ha entendido a sí mismo como cristiano. Igual que Cristo y que la Iglesia, el cristiano es sacramento por su ser y por su obrar, pero siempre en cuanto miembro del Cuerpo de Cristo universal, encarnado en su comunidad cristiana. En su seno, y gracias a la iluminación de la fe, es donde él descubre y redescubre constantemente cómo en toda la vida, pero sobre todo en sus situaciones decisivas, la sacramentalidad de Dios sale al paso, haciendo una oferta salvadora a través de los miembros del Cuerpo de Cristo, a los que él debe sentirse unido, pues es uno de ellos.
Las celebraciones sacramentales guardan una correspondencia o correlación con las situaciones fundamentales de la vida. En el nacimiento y el desarrollo humanos, en la aceptación de una función social o en el compromiso de unirse en el amor fiel y compartido, en el enfermar o el sanar, en el sufrir o el morir, la sacramentalidad de la Iglesia encuentra sus expresiones más cualificadas: los siete sacramentos. Al sentido -o sinsentido- que el ser humano atribuye a esas realidades de la vida, la fe cristiana presenta el sentido que Cristo les dio, y que la Iglesia ha ido guardando y transmitiendo a lo largo de su historia. Y lo hace sirviéndose de las palabras, gestos y elementos que Cristo utilizó, dándoles su mismo sentido gracias a la ayuda y presencia en ella del Espíritu del Señor, y comunicando a través de ellos su misma fuerza rehabilitadora. Por ello, puede decirse con toda propiedad que los sacramentos son encuentros sanadores con Cristo en el seno de la comunidad cristiana. Y quizá la clarividencia de esta cualidad sanadora es la aportación más importante que la pastoral sanitaria pueda hacer a la comprensión teológica de los sacramentos de la Iglesia.
Son encuentros con Dios que no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 27s) y porque Cristo es el sacramento del encuentro con Dios; encuentros sanadores porque Dios es el que perdona todas las culpas y cura todas las enfermedades (Sal 103, 3) y porque amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él (Jn 3, 16), por lo cual cargó con nuestras dolencias y echó sobre sí nuestras enfermedades (Mt 8, 15; cf Is 53, 5); encuentros sanadores en el seno de la comunidad cristiana, porque cada comunidad cristiana, viviendo unida a la Iglesia universal mediante el vínculo del Espíritu Santo -que es el Espíritu del Dios médico y del Cristo sanador- está llamada a ser, a través de sus miembros, una manifestación de las palabras, los gestos y los elementos que Jesús usó para curar toda dolencia y enfermedad del pueblo, a la vez que proclamaba el Evangelio del Reino (Mt 4, 23; 9, 36).