La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana, pues contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua, declara el Concilio Vaticano II. Y es que este sacramento significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios, por las que la Iglesia es ella misma. Por ello, es el Sacramento de los sacramentos, aquel en el que Cristo materializa más plena y palpablemente su encuentro y comunión con el ser humano, al ofrecerle en el pan y el vino consagrados su propia vida como sustento restaurador. Y por ello, San Ignacio de Antioquía lo llamaba medicina de inmortalidad.
El cuerpo sacramental de Cristo, celebrado y repartido en la liturgia eucarística, convierte a la comunidad de los fieles, reunida para la celebración, en Cuerpo vivo y asistencial del Cristo místico, en cualquier momento y lugar donde aquella tenga lugar, por ejemplo, en el hospital. No se trata, pues, simplemente de decir misa, o de ir a misa, sino de reconocer a la celebración de la Eucaristía la suma importancia y dignidad que tiene. San Pablo reprochaba a los cristianos de Corinto, con palabras muy duras, que comían del pan y bebían de la copa sin darles su valor debido, y añadía que esa era la razón de que en su comunidad hubiera muchos enfermos y achacosos, y que muchos hayan muerto (1 Cor 11, 27.30).
La celebración de la Eucaristía influye de un modo decisivo en el desarrollo y vitalidad de toda comunidad cristiana, y, debiera ser el motor desde el que brotara toda la fuerza necesaria para cumplir el compromiso de aquella con sus miembros enfermos. El mayor o menor esfuerzo que se dedique a convocarla, prepararla, celebrarla con esmero y participación, y prolongarla en el compromiso de la vida diaria, repercutirá en el vigor o languidez espiritual de dichos miembros, y en la intensidad de su entrega al ministerio de la misericordia corporal. Por tanto, no es admisible considerar a la Eucaristía la ceremonia piadosa, mediante la cual cumplimos con Dios cada domingo, porque es, nada menos, que el recuerdo de quien, siendo la Salud, cargó con nuestras enfermedades; es la presencia del que prometió: Yo estaré con vosotros cada día (Mt 28, 30); es la donación reiterada de su persona, y de la virtud restauradora de su Cuerpo y Sangre; es, en fin, el momento en que nos dice, una y otra vez: Haced ésto -todo que él hizo por nosotros- en memoria mía, allí donde os encontréis.
A la Eucaristía deben acudir los cristianos presentando sus capacidades y carencias: aportando los enfermos su doliente realidad, pero también su carácter de testigos de cómo la fuerza de Dios puede surgir de la debilidad (cf 2 Cor 12, 9); los familiares, su compasión y zozobras, pero también toda la voluntad de apoyo y cariño que ponen al acompañar a sus seres queridos enfermos; los profesionales sanitarios y los miembros del voluntariado pastoral, su fatiga, desengaños o desaliento, pero también la generosa abnegación y el calor de los que siguen siendo capaces. Y todos ellos formando en torno a la mesa la comunidad que, como un mosaico bien engastado, refleja la realidad del Cristo completo, terapeuta y paciente al mismo tiempo.