(5 de febrero de 2012)
“¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!” (Lc17,19)
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y Él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; Él "curó a muchos … y expulsó muchos demonios" (Mc 1,34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo, constituían, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del mal en el mundo y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el Reino de Dios –y Dios mismo–, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: "No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal" (Mc. 2,17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que Él había venido a llamar y a salvar. Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento que restaura, en el cual experimentar la atención de los otros y ¡prestar atención a los otros! Sin embargo, esta será siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura apropiada –la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos agradecidos–, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36). Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado terribles sufrimientos, debido a que Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud de un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla, ¡recibían de ella luz y confianza! Pero en la enfermedad, todos necesitamos del calor humano: para consolar a una persona enferma, más que palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.
Queridos amigos, este próximo sábado 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Hagamos también como la gente en tiempos de Jesús: presentémosle espiritualmente a todos los enfermos, confiando en que Él quiere y puede curarlos. E invoquemos la intercesión de Nuestra Señora, en especial por las situaciones de mayor sufrimiento y abandono. María, Salud de los enfermos, ¡Ruega por nosotros!