Para que los niños y jóvenes sean mensajeros del Evangelio y para que su dignidad sea siempre respetada y preservada de toda violencia y explotación.
Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Desde los comienzos, la Iglesia ha tenido siempre una especial sensibilidad hacia los jóvenes y los niños. El Señor exhortaba a los Apóstoles a dejar que los niños se acercaran a Él y exigía a todos sus discípulos ser como ellos para entrar en el Reino de los Cielos. También S. Juan, en sus cartas, se dirige a los jóvenes porque son fuertes, porque la Palabra de Dios permanece en ellos y porque han vencido al Maligno (1 Jn 2, 14).
Esta sensibilidad ha sido puesta en evidencia de una manera especial en los últimos decenios por el Beato Juan Pablo II y por el Pontífice actual a través de la celebración de las Jornadas Mundiales de la Juventud. La Iglesia tiene conciencia de que los jóvenes son la esperanza de la Iglesia y de la humanidad. Y a ellos está confiada de una manera especial la tarea de la nueva evangelización. Es claro que los apóstoles de los jóvenes deben ser los jóvenes.
En el mensaje para la última JMJ celebrada en Madrid el pasado mes de agosto, Benedicto XVI decía a los jóvenes: sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza (6-8-2010).
No raramente, los niños sufren múltiples formas de explotación, dada su precaria situación de debilidad y necesidad. La sociedad debe reconocer su dignidad personal, la dignidad que corresponde a todo hombre en cuanto hijo de Dios. Cuando el Verbo de Dios asumió nuestra naturaleza humana, la elevó a la más alta dignidad. Cada hombre es llamado por Dios a la comunión de vida con Él. Esta dignidad es inalienable y debe ser siempre respetada.
La Iglesia, a pesar de las tristes experiencias que han salido a la luz en los últimos años y que constituyen una excepción, se ha dedicado siempre a la defensa de los más débiles, sobre todo de los niños. Apremiados por la necesidad para satisfacer las necesidades más básicas, muchos niños se ven obligados a tener que realizar trabajos físicos desproporcionados a su edad y en condiciones infrahumanas. Incluso, en algunos lugares del globo, son objeto de explotación sexual y forzados a la prostitución infantil. La Iglesia ha luchado contra estas injusticias en los países de misión, aunque es cierto que con frecuencia son los países más desarrollados los que ejercitan la explotación de los pobres. Juan Pablo II exhortaba con urgencia a todos los que están en una posición de autoridad en la sociedad “a que realicen, como cosa prioritaria, todo lo que está en su poder, para aliviar el dolor de los niños” (Ecclesia in America, 48).
En muchas culturas, se percibe hoy un olvido de Dios y un marcado talante laicista, que tiende a organizar la sociedad como si Dios no existiera. Si no se comprende al hombre como imagen de Dios, la dignidad humana queda reducida a una concesión del estado. Ante esta situación, tan opuesta a los valores evangélicos, y reforzada por los medios de comunicación, es necesario ser valientes y no dejarse vencer por las dificultades. Benedicto XVI decía a los jóvenes de Malta: No tengáis miedo, sino alegraos del amor que (el Señor) os tiene; fiaos de él, responded a su invitación a ser sus discípulos, encontrad alimento y ayuda espiritual en los sacramentos de la Iglesia. (Encuentro con los jóvenes, 18-4-2010).
Dios ha querido manifestar su omnipotencia en la paradoja de la Encarnación. Porque es omnipotente, se ha hecho débil en el Niño de Belén. Que todos los miembros de la Iglesia confiemos en el poder del amor y creamos que la fuerza se manifiesta en la debilidad (2 Cor 12, 9). Que la Iglesia, apoyada sólo en el poder de la debilidad de su Señor, siga defendiendo a los niños y jóvenes, anunciando el amor que Dios les tiene.