Trabajadores de la salud
Para que el Señor sostenga el esfuerzo de los trabajadores de la salud en su servicio a los enfermos y ancianos de las regiones más pobladas.
Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – “Porque estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25). Estas palabras del Señor han llevado a los creyentes a tener una especial sensibilidad por los que sufren a causa de la enfermedad o la edad avanzada, reconociendo en ellos la presencia viva de Cristo. Si en los países pobres la vida es difícil para todos, lo es mucho más para aquellos que sufren el dolor físico o el abandono en la ancianidad.
Probablemente, incluso más doloroso que el mismo dolor físico sea el dolor moral por el abandono en que se encuentran muchos hermanos nuestros. ¿Quién no se ha sentido tocado en lo más íntimo viendo en algún reportaje el trabajo de religiosas misioneras recogiendo seres humanos tirados en las calles y comidos por la miseria? ¿No han sido ellas y tantos como ellas, un testimonio viviente de Cristo, el Buen Samaritano?
Corremos el peligro de contagiarnos con el individualismo egoísta que impera por doquier en nuestra sociedad. Cada cual tiende a pensar solamente en sí mismo, argumentando que el sufrimiento ajeno no es su problema. Según Benedicto XVI, la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre, y “esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (Spe salvi, 38).
De alguna manera, las personas que se dedican a la hermosa y difícil tarea de atender a los enfermos y ancianos son una especie de encarnación de Cristo misericordioso y compasivo. Ellos prolongan en el mundo su ternura hacia los que sufren. En muchos lugares de los Evangelios vemos al Señor conmovido profundamente por el dolor ajeno, ante la presencia del sufrimiento físico o moral. Más aún, Cristo ha asumido sobre sus hombros el dolor y las heridas morales y físicas del hombre, de todo hombre, y lo ha subido con él a la cruz. Como dice san Pedro: “Por sus llagas habéis sido curados” (1 Pe 2, 24). Dios manifiesta su grandeza porque se abaja hasta tomar sobre sí el dolor y el sufrimiento de los hombres. En palabras del Papa: “Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe” (Mensaje Urbi et orbi, Pascua de 2007).
Aquellos que saben tomar sobre sus hombros el dolor de los enfermos y los abandonados, se convierten en presencia viva de Cristo, en testigos de su amor por los hombres. Y junto al testimonio del servicio compasivo, los misioneros deben realizar un servicio aún mayor: ayudar a los que sufren a descubrir el sentido y el para qué de su dolor. El Pontífice decía a los jóvenes que viven la experiencia de la enfermedad: “A menudo la cruz nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es exactamente al contrario. La cruz es el 'sí' de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó esta vida divina siempre disponible para quienes aceptan alzar los ojos hacia el Crucificado” (Mensaje para la JMJ 2011, n. 3).
María es la Madre del Crucificado, la que estuvo con esperanza y fortaleza en la fe al pie de la cruz del Hijo. Ella estará siempre junto a la cruz y el dolor de todos sus hijos, sobre quienes ejerce la nueva misión materna recibida en el Calvario. Como Madre de la Esperanza nos enseña a transformar el dolor en trasunto de alegría sin fin, ya que los sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. (Agencia Fides 30/01/2012)