5. Jesús, el sanador enfermado y el primer viviente tras la muerte

Jesús, el sanador enfermado:
A lo largo de la tradición cristiana Jesucristo ha sido invocado a menudo con el título de médico. Sin ir más lejos, las preces del actual Oficio divino invitan a invocarle como el médico de las almas y los cuerpos. Sin embargo, el Nuevo Testamento resalta en la figura del Señor no sólo el rasgo de sanador sino también, y con no menos fuerza, el de enfermo en cuanto partícipe, a causa de la encarnación, de la condición enfermiza inherente a toda criatura, y aun el de enfermado por las implicaciones patológicas de todo tipo que le acarreó su misión sanadora.
Una lectura atenta del NT debe conducir, pues, al descubrimiento del carácter integrador de la persona del Señor, en cuanto que es al mismo tiempo el prototipo de la fragilidad humana menesterosa de ayuda, y el de la sanación que desde esa misma fragilidad puede ser dispensada generosamente. Sólo así se mostrará con claridad que, en un ámbito tan clave para la humanidad como es el referente a la Pastoral Sanitaria, Jesucristo es también el entero Hombre Nuevo, la Salud que surge, redimida y redentora, desde los achaques de la vieja humanidad gracias a la fuerza sanadora de Dios.
  • Jesús encarna, por un lado, en su persona la condición de enfermable, de criatura sujeta a la vanidad y a la servidumbre de la corrupción (Rom 8, 20s) porque, siendo de condición divina (siendo la Vida y la Salud), no retuvo avidamente ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo … presentándose como hombre (Flp 2, 6s), envuelto en flaqueza (circum-datus infirmitate) (Heb 5, 2), probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado (Heb 4, 15). Esa voluntaria inclusión del Señor en la enfermabilidad congénita propia de todo lo creado (infirmitas carnis: Rom 6, 19) obedecía a su intención de asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso (Heb 2, 17), para compadecerse de nuestras flaquezas (infir-mitatibus nostris) (Heb 4, 15). Para ser sanador con auténtico conocimiento de causa de las dolencias que tenía que curar, partió desde la enfermedad (ex infirmitate: 2 Cor 13, 4).
  • Su misión de sanador estaba preanunciada en el nombre que se le impuso (Mt 1, 21; Lc 1, 31; 2, 21), y que significa Dios es la Salud; y fue preparada por una educación familiar a cuyo impulso crecía en sabiduría, en edad y en gracia (Lc 2, 52). Luego vino a ser un sanador muy peculiar pues, aunque indirectamente se llamó a sí mismo médico (cf Mc 2, 17), ni se consideró tal en el sentido técnico, ni trató de crear un sistema asistencial. Sin embargo, la concepción de la asistencia que dimana de su doctrina y su conducta imprimió una evolución decisiva a la cultura y la praxis sanitarias toda la humanidad.
  • Jesús amplió a todos los seres humanos -sin distinción alguna- el beneficio de la asistencia: ésta ha de ser para todos. Pues asistir para Jesús, según la filosofía subyacente a la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37) y a sus intervenciones con los leprosos, significa convertir en próximo a cualquier lejano o extraño para ayudarle a salir de su situación de enfermedad. Y no hay barrera impuesta por la naturaleza o por los hombres que justifique excluir a nadie de dicha asistencia, pues ésta es un imperativo que brota del doble y complementario mandamiento universal de amar a Dios y al prójimo. Jesús consideraba que la tarea asistencial es también un imperativo universal, no un quehacer privativo del Estado, o de ciertos estamentos u organizaciones políticas, religiosas o de otra índole. Que para Jesús la asistencia ha de ser tarea de todos -hasta donde sea posible a cada uno en cada caso- lo muestran con toda claridad dos de los textos evangélicos más clásicos sobre el asunto que nos ocupa: la indicación del final de la parábola antes aludida: Ve, y haz tú lo mismo (Lc 10, 37); y el criterio del Juicio Final expresado en Mateo 25, 40.45.
  • Más aún; siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, Jesús afirmó indirecta, pero rotundamente, que el modo de vivir que cada uno va eligiendo para sí mismo es lo que salva o echa a perder su vida (cf. Mc 8, 35ss y par.) y repercute, para bien o para mal, en los otros. Igualmente claro dejó Jesús que la asistencia ha de consistir en una relación personal y directa, no en una acción a distancia, entre el sanador y el enfermo. Ni siquiera las normas preventivas de contagio -en el caso de los leprosos, o los endemoniados- o cualquier otro motivo deben impedir el contacto humano en la prestación sanitaria. Asistir no es sólo convertir en próximo al extraño, sino detenerse junto a él y acompañarlo mientras se le prestan los cuidados que necesite. Desde la óptica de Jesús sólo merece el calificativo ético de humana la estructura sanitaria que se basa en una asistencia personalizada.
  • Pero también mostró a las claras el precio personal que la relación asistencial exige a quien la practica, siempre que sea verdadera, íntegra y hondamente eficaz. Según el texto de Mt 8, 16s, Jesús, al curar, cumplía la profecía de Isaías echando sobre sí nuestras dolencias y cargando con nuestras enfermedades (cf Is. 53, 4). Leídos ambos textos -el de Mateo y el de Isaías- en clave asistencial quieren decir -nada más y nada menos- que la operación de curar no se reduce a emitir un diagnóstico y aplicar un tratamiento técnicamente impecables, sino que, por consistir en una relación humana continua y de ida y vuelta, le fuerza al terapeuta a dar de sí y a echar sobre sí: a dar una parte, mayor o menor según los casos, de sí mismo, de su intimidad; y a consentir en echar sobre sí alguno de los elementos nocivos que el enfermo padece y saca de sí mismo, sean éstos de índole biológica, psíquica o anímica. Jesús es simultáneamente el prototipo del enfermo sanador y del sanador enfermado.
Jesús, el primer viviente tras la muerte.
Así lo declaro él mismo cuando se apareció en figura misteriosa a Juan el vidente, tal como éste nos lo narra en el libro del Apocalipsis: Vi como a un Hijo de hombre .. puso su mano derecha sobre mí diciendo: No temas, soy el Primero y el Ultimo, el viviente; estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo las llaves de la Muerte y del Abismo (Ap. 1, 13.17s).
La búsqueda humana de la sanación tiene como último objetivo, pero también como tope infranqueable en este mundo, la superación de la muerte. Cristo aceptó ese tope y consintió en padecer la muerte (Heb 2, 9) aún a costa del rechazo que como a todo humano le producía: Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia estoy pasando hasta que se cumpla (Lc 12, 50; Mc 10, 38). Y aunque, como dice la carta a los Hebreos suplicó a gritos y con lágrimas al que podía salvarlo de la muerte (5, 7) diciendo: ¡Abba, Padre! todo es posible para ti; aparta de mí este trago; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú (Mc 14, 36), obedeció hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 8). Mediante esta actitud Cristo se convierte en el prototipo de todos los mortales que consideran a la muerte el último enemigo, y que ante la certidumbre de su inevitabilidad exclaman como Pablo: ¡Pobre de mí! ¿quién me librara de este cuerpo que me lleva a la muerte? (Rom 7, 24).
Pero Cristo acepto la muerte para aniquilarla y para, de este modo, libertar a cuantos por temor a la muerte pasaban la vida como esclavos (Heb 2, 15). Convirtió la muerte de límite infranqueable en pascua, en paso a la vivencia y posesión de la Salud integral y defintiva. En su muerte la vida no se acaba, sino que se transforma (Prefacio I de difuntos). Por haber alcanzado esa convicción Pablo proclamaba: Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí (Gal 2, 19s); y decía a los cristiano de Roma: Si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte como la suya, también lo seremos por una resurrección como la suya (Rom 6, 5). La fe en Cristo resucitado no hace desaparecer el temor ante la muerte pero lleva a confesar que vivir es Cristo y morir una ganancia (Flp 1, 21). Cristo es el pionero de todo mortal esperanzado, por serlo de todo mortal resucitado. Gracias a él entonaremos un día el gran himno de la salud: Ahora se ha establecido la salud y el poderío y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo (Ap 12, 10).

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