Iglesia en oración, Iglesia misionera

Homilia del 29º Domingo del Tiempo Ordinario
16 de Octubre de 1977

Lecturas:
Exodo 17, 8-13
II Timoteo 3, 14-4, 2
Lucas 18, 1-8

Es como una reunión de familia, con no sólo los que asisten y llenan la Catedral (me dá mucho gusto ver la asistencia, que es cada vez más consoladora para el pastor), sino también a través de las comunidades que allá en las parroquias, en los cantones, unidos a esta transmisión de nuestra radio católica, nos congregamos para ver la realidad por donde va peregrinando nuestra Iglesia particular, que tiene que ser como Cristo le ha mandado, sal de la tierra y luz del mundo. Y desde allí, nosotros, pues, orientamos nuestra historia personal, nuestros problemas de familia y nuestros problemas sociales. Debemos de aprender a iluminarlos con la palabra del Señor. Por eso me gusta recordar aquí, no todos los acontecimientos que en esta época se suceden con una velocidad tan vertiginosa, que un día para otro ya le quitan importancia a lo que de veras es importante.

Por ejemplo, en esta semana, destacando hechos principales, todos hemos sido testigos de conflictos laborales en fábricas entre patronos y obreros, huelgas donde ha corrido hasta la sangre, donde se han atropellado dignidades humanas, donde tal vez no se ha dado pleno crédito al diálogo, que es la manera racional de resolver conflictos. Con este Arzobispado, pues, ha tenido el honor siempre de recibir informaciones, de pedir intervenciones. Y comprende la Iglesia que su competencia no es de carácter sociológico, no es ella técnica en materias laborales; pero sabe que hay un ministerio de Trabajo y que existe también voluntad de concordia en los hombres que puede ser explotada. Y únicamente pudo afirmar, como pastor, que hemos de cuidar que la justicia, el respeto a la dignidad de los hombres, aunque sean los más humildes trabajadores, sea respetado, porque así es la voluntad del Señor.

En este sentido, también, me alegro de estar en sintonía con algunas confesiones fuera de la Iglesia. Han llegado algunos protestantes, pastores, a mostrar su solidaridad con la Iglesia en su afán de predicar la justicia y de trabajar también en colaboración cuando se trate de estas materias. La Iglesia acepta plenamente este trabajo, porque no se trata de una cosa de confesión católica, sino de lo humano, de la justicia. Y en este sentido pueden estar siempre seguros que la Iglesia estará con el derecho, con el pobre, con el que sufre; pero al mismo tiempo reclamará aquellas cosas en las cuales puede haber abusos. Desde la perspectiva de Dios, pues, la Iglesia ilumina estas realidades y hace un llamamiento a los hombres a la cordura, al entendimiento, a no querer arreglar las cosas por las fuerzas irracionales del más fuerte, sino por la fuerza de la razón, que es la fuerza de Dios.

También, sepan que la Iglesia apoya plenamente las justas exigencias de los campesinos. Ya se acercan las temporadas de las cortas de café, de caña, de algodón; y hemos visto en los periódicos también el deseo de aquella gente que solamente en esos días de trabajo encuentra sus fuentes de ingresos. Quien vive de cerca estas tremendas realidades sabe que el sueldo del cortador de café o de caña o de algodón muchas veces ya tiene comprometido todo lo que ha ganado o lo que va a ganar. porque ha tenido que vivir fiando durante todo el año para comer. Y ahora pues, que estos productos que nuestra tierra, bendecida por Dios, han alcanzado altos precios, es justo que participen también aquellos que colaboran en este enriquecimiento. Y ésto es simplemente justicia cristiana. Que se comparta, que se sepa agradecer a Dios el don recibido, los precios elevados de las cosas, para que justamente todos los hombres nos sintamos, no solo de sentimientos, sino de verdad, hermanos. También aquí diré: la Iglesia no es técnica en señalar precios; no es su competencia. Pero sí sabemos que hay un misterio en el gobierno, el cual tiene que ser justo y no imitar el juez de la parábola de hoy, que no tenía respeto ni a Dios ni a los hombres, sino únicamente el respeto muchas veces a los poderosos de la tierra, y por ellos no hace caso a la viuda necesitada, a la que le pide que le haga justicia.

Que ya haya más diálogo, pues, no sólo entre patronos y obreros, sino también entre los intereses del pueblo y aquellos del gobierno encargados de esos diversos aspectos.

Somos testigos, yo creo que todos, de los espectáculos tan tristes, tan deprimentes, que ya se van a comenzar a ver otra vez en aquellas tierras donde se produce el café y los otros productos de nuestra tierra; donde el pobre trabajador, pues, tiene que reponer sus fuerzas de su día durmiendo a la intemperie, bajo el frío, a veces en las cosas de un parque público. Es espectáculo que no dice bien. Si de veras queremos tener una patria de rostro hermoso, tiene que haber más justicia, más comprensión.

Yo suplico pues, si a la Iglesia no se le quiera hacer caso, como lo dije en el funeral del Padre Navarro, hay instituciones que se glorían de la filantropía. Si quiera por amor al hombre, esas instituciones muéstrense ahora activas y procuren apoyar los justos reclamos de quienes que pedir no de limosna, sino como fruto de su trabajo, un poquito de bienestar.

Por nuestras comunidades católicas, hermanos, compartamos también alegrías: el 12 de octubre, día de nuestra Señora del Pilar, como ustedes saben, el día en que se descubrió nuestra América. Y según la historia, como no venía un sacerdote en la primera tripulación de Cristóbal Colón, fueron los laicos los que plantaron una cruz en la playa y cantaron a la Virgen la salve. Una plegaria a la Virgen fue el primer saludo cristiano que oyeron nuestras tierras. Sin duda la Virgen, que precisamente reservaba un día tan celebrado en España, para descubrir estas tierras de América, quiso presentarse desde el primer día como la madre de todo este continente. Y aquí en la Arquidiócesis celebramos este acontecimiento en una población que lleva el nombre de aquella ciudad española donde se guarda la patrona del Pilar, Zaragoza. Y en Zaragoza tuve también la dicha de predicarles cómo esta fe cristiana que nos congrega ahora aquí, en el domingo, y que nos hace esperar en Dios y rezar con confianza es una fe apostólica; a través de la vocación del Pilar se remonta hasta el apóstol Santiago -es decir, apostólica porque es la misma fe que nos dejó Cristo a través de los apóstoles-. Y les decía también que es una fe misionera, porque así fue como vinieron los españoles a descubrir América. En el corazón de los reyes católicos era un sentido misionero de poner a los pies de Cristo las nuevas tierras; aunque después, como suele suceder, los súbditos de esas leyes abusaron y cometieron tantos atropellos contra nuestros pobres indios. Pero la idea central era una idea misionera, de modo que nosotros cristianos del continente, nacimos a la luz de este gran mensaje y de esta empresa de las misiones; de las misiones; de las cuales quiero también hablarles ahora. Pero antes quiero recordarles, que esa fe, pues, apostólica y misionera es una fe mariana -una fe mariana- que ha hecho, como dijo el Papa Pío XII, de las tierras latinoamericanas como un cielo tachonado de astros, donde cada santuario dedicado a María es una estrella y forman constelaciones los santuarios, no sólo de las Vírgenes patronales de todos los países latinoamericanos, sino en humildes ermitas, en hermosas Iglesias, el nombre de María le ha dado un tinte tan material, tan tierno a nuestra fe, que vale la pena revisar en este mes del rosario nuestra fe a la Virgen. No dejemos de agradecérselo al Señor que nos la haya dado con la ternura de su propia madre, de María, y que desde la cumbre del Tepeyac le dice al indito Juan Diego, representante de todas nuestras razas: "¿Qué no estoy yo aquí, que soy tu madre?". Qué hermoso sentirse hermanos, hermanos no sólo por ser hijos de Dios, sino por llevar en el corazón el cariño y la ternura de la madre de Cristo, que es la madre de nuestra Iglesia.

El párroco de la comunidad parroquial de San José Las Flores me escribe un telegrama muy triste. Le han matado a su mejor catequista. "Estoy tristísimo", dice el Padre Cofragua, porque era como su brazo derecho en la obra de catequesis de su parroquia. Queremos expresarles a aquel querido párroco nuestra condolencia y pedir a todos los que estamos en este momento de oración sus plegarias por el eterno descanso de esta nueva víctima de nuestra violencia criminal, y pedir también la conversión de los pecadores.

Ayer fuimos a dejar a San Martín a su párroco, el Padre Rutilio Sánchez. Ha sido la decisión fruto de grandes deliberaciones, y me ha dado mucho gusto ver que aquellas población ha ratificado con un encuentro -que yo califiqué ayer de Domingo de Ramos- la decisión del obispo. Alguien quiere interpretarlo como una provocación; pero yo les digo que no es otra cosa que una medida pastoral. La labor que el padre ha realizado en aquella población es grande y se conoce por cierta madurez en la fe. Y ya que este trabajo no se ha concluido y se va llevando bastante bien, hemos querido, pues, respaldar con nuestra misma presencia, y la presencia de muchos sacerdotes, religiosas y fieles de otras parroquias, esa entrega -como el padre dijo- "una nueva entrega a mi pueblo", que ha de redundar en mucha gloria. Y yo le recomiendo a todos ustedes en sus oraciones, para que esta nueva etapa de la parroquia de San Martín sea de mucha gloria a Dios y de mucho bien para las almas, para la Iglesia; que no es otra cosa la que buscamos en nuestros trabajos pastorales que la implantación del Reino de Dios en la tierra.

El último domingo de octubre, Cojutepeque va a convocar a todos los caballeros de Cristo Rey organizados en la Arquidiócesis, hacia las 3 de la tarde. Desde ahora se hace un llamamiento, pues, a todos los hombres que integren esta agrupación para celebrar una especie de revista del ejército de Cristo Rey allá en Cojutepeque, el domingo último de Octubre, dentro de quince días.

Y esta mañana, a las 10, daremos posesión al nuevo párroco de Ayutuxtepeque, Padre Samuel Orellana; así como hoy, a las 7 de la noche, en la Iglesia de Candelaria entregaremos el nuevo párroco, al Padre Díaz.

Hermanos, y estos hechos de nuestra historia y de nuestra Iglesia queremos iluminarlos con dos pensamientos sacados de las lecturas de hoy. Esta homilía la podíamos titular: Iglesia en oración y segundo: Iglesia misionera.

1. IGLESIA EN ORACION

En la primera lectura se destaca hoy una figura que yo quisiera que la interpretáramos como la figura de la Iglesia en oración. Allá en la llanura estaba trabada una lucha que capitaneaba Josué, jefe del pueblo de Israel, frente a los amalecitas, que se oponían al paso de los israelitas en su peregrinar hacia la tierra prometida; porque ellos dominaban la situación de los que peregrinaban hacia el sur y tenían que ser vencidos para que pasara el pueblo de Dios. Era pues, una de esas guerras justas, cuando se agotan los medios humanos, naturales. Es como la huelga. La guerra es el último recurso. Cuando se ha tratado de dialogar y no se pueden entender por las buenas la guerra justa es precisamente el reclamo de un reclamo de un derecho que no se quiso dar las buenas. Así el pueblo de Israel tiene que pasar bajo las órdenes de Dios hacia la Tierra Prometida; pero hay un obstáculo, los amalecitas. Y con toda la santidad de Moisés y de Josué se declara la guerra. Pero es lo hermoso del momento: mientras Josué capitanea los ejércitos, Moisés en la montaña está en oración con el bastón que Dios le ha dado como señal del poder divino, con el cual ha hecho tantos prodigios, levantando en alto con sus manos. Mientras levantaba sus brazos el ejército de Israel vencía y cuando, cansado, se le caían abajo los brazos, retrocedía. Entonces, dos ayudantes de Moisés, Aarón y Jur, le sostenía los brazos para que no decayera.

Y esta es la figura que yo quisiera que grabáramos en nuestra alma, hermanos. El pastor de la Iglesia, los dirigentes de este pueblo de Dios, necesitamos mantener continuamente los brazos en alto, en oración. Y he aquí la necesidad de que todo el pueblo convertido en estos ayudantes, Aarón, Jur, con un sentido de plegaria oren y estemos en oración. No hay cosa más bella que una Iglesia en oración. Y yo creo que nunca como ahora nuestra diócesis había sido esta figura, la Iglesia en oración. A mi me llena el corazón saber tanta gente que me dice: "Lo encomendamos a Dios; rezamos por usted". Ayer nada menos, cuando una broma de mala ley riega la noticia de que me habían secuestrado, llegaron muchas llamadas telefónicas asegurando esa plegaria. No sé qué se pretende con esas amenazas, con esas noticias echadas al aire. Yo quiero denunciar a tiempo, hermanos, que la Iglesia vive el peligro, de una batalla contra las fuerzas del mal y que las fuerzas del infierno, el diablo no es una ilusión, y en la tierra tiene muchos ministros, muchos que le sirven, colaboradores. Entonces Dios tiene que tener también las fuerzas del pueblo de Dios que claman en oración.

Dentro de poco en la misa hay una frase que me emociona profundamente, cuando le digo al Señor: "No te fijes en mis pecados. Fíjate en la fe de tu Iglesia". Y yo pienso precisamente en esta Iglesia que son ustedes, almas en oración. Pienso yo en ese momento, cómo se hacen presentes en el altar junto a Cristo, divino Moisés, las plegarias de tantos sacerdotes, de tantas religiosas. Y es hermoso saber que en ciertos noviciados, en ciertas congregaciones, hay otras explícitas de oración, el Santísimo expuesto y la expuesto y la religiosa como un ángel de rodillas ante Dios. Y es hermoso pensar que una capillita, por ejemplo, la del Hospital de la Divina Providencia todo el día con el Santísimo expuesto, desfilan los enfermitos, las religiosas, los benechores a rezar por la Iglesia, por sus necesidades. Y es hermoso pensar que aun sin la mística de un templo hay miles de almas en oración. Son ustedes, queridos enfermos, que no han podido venir a misa y que junto a sus aparatos de radio están unidos en oración con esta plegaria de la catedral. Son las comunidades de campesinos o familias que en este momento dejan sus quehaceres y se reúnen en torno de su radio para estar en comunión de plegaria con la Iglesia Catedral, madre de todas las iglesias de la diócesis. Y es oración la de los niños que en el catecismo y en su primera comunión levantan sus manitas limpias, inocentes, ¿cómo no las va a acoger el Señor?. Esta es Iglesia en oración. Iglesia en oración también la del padre de familia que no le queda tiempo de ponerse de rodillas y orar, pero está trabajando, por encontrar trabajo, por encontrar cómo dar de comer honradamente a su familia, buscando trabajo, confiando en Dios. Es pueblo de Dios en oración. Y sería interminable describir este espectáculo que solamente se puede apreciar con la fuerza de la vista de Dios, con la fe.

Pero hermanos, yo les invito a que todos seamos almas en oración. Se necesita hoy integrar en este movimiento de promoción, que la Iglesia está llevando adelante como una fuerza principal, este sentido trascendente de la promoción. Si una persona quiere promover la sociedad económicamente, socialmente, políticamente y no ora, solamente busca cosas de la tierra; es una promoción inmanente, una promoción de tierra, una promoción que solamente durará mientras vayan bien las cosas pero que luego se cansará, porque no ha puesto su confianza en esa trascendencia que es la fuerza del cristiano. La trascendencia, es decir que a pesar de que nosotros trabajemos todo lo que es posible al alcance de la tierra, no logramos nada si Dios no construye un nuevo orden de cosas, que es Dios el que se ha ofrecido como salvador, que es Dios el único que puede redimir nuestra situación, que nos pide, sí la colaboración y que tenemos que poner de nuestra parte toda la colaboración, como Josué en el valle, sangrando, luchando, enfrentándose al peligro; pero al mismo tiempo, Moisés orando y pidiendo a Dios. Una sola causa: la inmanente, la que lucha en esta tierra; y la trascendente, la que con manos elevadas pide a Dios: "Sólo tú, Señor, puedes traer la victoria de la justicia, de la paz, del amor a este mundo tan necesitado".

Así como debemos de construir, con oración y trabajo. "Ora et labora", como es el hermoso lema de los benedictinos, que todo el día se pasan trabajando; pero haciendo de su trabajo una continua oración al Padre: Iglesia en oración. Hemos de incorporar este valor de la oración, a la promoción Humana, porque si no hacemos oración, miramos las cosas con mucha miopía, con resentimientos, con odios, con violencias; y es solo hundiéndose en el corazón de Dios, desde donde se comprenden los planes de Dios sobre la historia, solo hundiéndose en momentos de oración íntima con el Señor es cuando aprendemos a ver en el rostro del hombre, sobre todo el más sufrido, el más pobre, el más harapiento, la imagen de Dios y trabajamos por él. Sólo desde la contemplación de la plegaria podemos percibir una fuerza del Espíritu, que es la que va entretejiendo la historia, y que los hombres pueden abusar como azotes de Dios, pero hasta cierto punto Dios nos dice: basta. Y es la hora en que nosotros, tal vez impacientes, nos parece que no llega, pero va a llegar.

Y desde la oración comprendemos que es necesario perseverar, como la viuda del evangelio, aun frente a los jueces inicuos, aun frente a los que debiendo regir con justicias las cosas de la tierra, únicamente tienen miedo al poder del dinero, al poder de las armas, al poder político, y se olvidan de que ésas son fuerzas muy relativas, que todo viene de Dios. Como la viuda del evangelio de hoy, no temamos ni la iniquidad de los jueces únicamente a favor de ciertas clases que pueden influir y no dialogan con el pobre que, como la viuda, se acerca para pedir un mejor salario para poder comer, una vivienda siquiera para dormir en las horas intemperies. Para acercarse ya al fin, esa perseverancia trae la victoria, dice el evangelio de hoy, no por la violencia sino por la oración, por la confianza en Dios. Yo les invito, hermanos, a ustedes a que hagamos de nuestra Iglesia una Iglesia en oración; ésta es la fuerza más grande de la Arquidiócesis.

Esta semana he oído una frase que me ha llenado mucho el corazón, una persona que no es de nuestro país, me dijo. "¿Quiere que le dé un título a su diócesis?". -Me dice-: Yo la he llamado la Iglesia soñada. "¿Y por qué -le digo-, Iglesia soñada?". "Porque he venido a encontrar aquí en esta Arquidiócesis, una Iglesia que ha puesto su fuerza en el poder de Dios, en el deseo de ser auténtica Iglesia, en el valor de desprenderse de aquellas cosas que antes tal vez la hacían poderosa, pero que no era la fuerza de Dios". Me ha hecho reflexionar mucho esa frase; y no por vanidad se los digo, sino para comunicarles a todos ustedes, mis queridos hermanos, en esta meditación de familia, que sigamos haciendo de nuestra diócesis, la Iglesia soñada, la que soñó Cristo al ponerla toda ella amparada en su propia debilidad, amparada en la fuerza de Dios que le viene de la oración. San Agustín decía una frase muy bonita que yo quisiera que se le grabara todos: "La oración es la fuerza del hombre, porque es la debilidad de Dios". Es como un papá ante la debilidad de un niño, se siente débil y se acerca a él y le ayuda en su debilidad. Esta es nuestra Iglesia: débil, pero con la fuerza de Dios. Oremos mucho, porque así atraeremos hacia nosotros ese Dios que se hace débil cuando los débiles le piden su protección. "En tí, Señor, he puesto mi esperanza, y no quedaré confundido".

2. IGLESIA MISIONERA

Y el otro pensamiento, hermanos, la Iglesia misionera, lo que quiero presentar brevemente como un anuncio del próximo domingo. El domingo penúltimo de octubre, que hoy será el 23, se celebra el Domingo Mundial de las Misiones. Pero no es sólo ese domingo tenemos que ser misioneros. El próximo domingo es como un aldabonazo en el corazón de cada cristiano para decirle: "¿Cómo anda tu espíritu misionero?. Toda tu vida tiene que ser misionera". Y el fundamento de todo ésto lo encuentro en la carta de San Pablo a Timoteo que se ha leído hoy: "Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado, sabiendo de quién lo aprendiste y que de niño conoces la Sagrada Escritura". Timoteo pertenecía a una familia conversa y había aprendido de su abuela y de su madre la religión que profesaba y que Pablo cultivaba más. Era pues una familia misionera. Toda familia que catequiza a sus niños está cumpliendo la misión, trasmitiendo el gran mensaje de la salvación. Y hablando de esa revelación, le dice San Pablo: "Esta Escritura puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo conduce a la salvación". Esto es lo grande de nuestra fe. No es una filosofía para ser feliz en esta tierra. No es una psicología de esos cursos que ahora abundan para hacer buenos vendedores. No es una psicología únicamente para hacer feliz al hombre y quitarle preocupaciones de la tierra. Es una sabiduría que viene de Dios. He aquí otra vez la trascendencia. Sólo lo que viene de Dios puede dar salvación, porque la salvación viene del Señor. Y por eso San Pablo le dice: "Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud".

Hermanos, si la Iglesia se preocupa de llevar su evangelio a todos los horizontes, no es con un afán de intromisión en los Estados, como si un país quisiera entrometerse en nuestro país. Aquellos que hablan de una Iglesia que es un poder extranjero no han comprendido nada lo que es la Iglesia. La Iglesia es como aquella estrofa que se canta el día de los magos que van a adorar al niño Jesús, y que el rey Herodes tiene envidia porque ha nacido otro rey, y la Iglesia le canta: "No tengas miedo Herodes. No viene a quitar poderes temporales el que viene a dar el Reino del cielo". Esto viene a dar la Iglesia a los reinos y a los poderes de la tierra, espíritu del cielo. Esto que ha dicho San Pablo hoy: "La Escritura es útil para reprender, para corregir, para educar en la virtud". La Iglesia llevando su evangelio respeta la historia, la índoles, el modo de ser de cada pueblo; pero lo corrige, lo eleva, lo llena de virtud, para que el salvadoreño sea mejor salvadoreño, para que el africano sea mejor africano. Es un Reino de Dios que se inyecta como un injerto en todas las razas, en todas las culturas; y sin quitarle su propia originalidad a cada cultura, a cada hombre lo eleva haciéndolo siempre el mismo. De modo que yo, cada uno de ustedes, ante una religión bien vivida, sus defectos, van desapareciendo y se ve destacando más el cristiano. El cristiano no es otra cosa que el hombre perfecto. Las virtudes humanas se necesitan, porque el cristianismo no destruye las virtudes humanas de ningún hombre, de ningún pueblo; respeta, y ésta es la misión.

La misión es llevar, como le recomienda San Pablo a Timoteo, esta revelación que eleva, que santifica, que dignifica, que fortalece los modos de ser de todos los pueblos. Por eso le dice: "Ante Dios y ante Cristo, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro -miren qué forma solemne; es un imperativo- que proclames la horta, con toda comprensión y pedagogía". Cuando yo de esta cátedra denuncia injusticias, reprocho atropellos, no estoy de acuerdo con ciertas actitudes: no soy yo el que hablo. No soy más que el mensajero de esa palabra mandada a todos los pueblos a reprender, a reprochar, a exhortar. El que me atiende no me atiende a mi, atiende a Dios, que nos quiere salvadoreños más honrados, que quiere más justicia, que quiere más respeto. La palabra de Dios tienen que oirla todos los pueblos con esa actitud que me emociona tanto aquí en Catedral. Es la voz de Dios que, a través de mi tosca palabra humana, está llegando a cada corazón de ustedes. Y ustedes escuchando y yo mismo también aprendiendo, tratamos de ser mejores, cada uno en su propia vocación; yo como pastor; los sacerdotes que me escuchan, como sacerdotes; las religiosas, que yo les agradezco su presencia también en Catedral, y las que allá también, en sus aparatos de radio sintonizan esta meditación; los jóvenes; los matrimonios; los profesionales; los ricos, que no están excluídos, los quiero mucho, pero los quiero convertidos a esta verdad que salva; porque no quiero que, después de ser felices en la tierra, se vayan a condenar por no ser mejores administradores de los bienes que Dios les ha dado; los pobres marginados, con los cuales también me solidarizo, pero no con vicios, no con sus órdenes, sino para decirles también: "Corríjanse, promuévanse, trabajen, dejen los vicios", para que puedan ser hombres de verdad. Esto predica la Iglesia.

Por eso me duele esa calumnia cuando dicen que yo quiero ser obispo sólo de una clase y desprecio a otra clase. No hermanos, trato de tener un corazón ancho como el de Cristo, imitarlo en algo para llamar a todos a esta palabra que salva, para que todos nos convirtamos, yo el primero, nos convirtamos a esta palabra que exhorta, que anima, que eleva; y ésta es la misión de la Iglesia.

Hermanos, ayudar a las misiones es ayudar a aquellos hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, que en aquellas tierras donde todavía Cristo no es conocido, tal vez donde la religión natural, donde se adora a los falsos dioses, tal vez con un sentido más honesto que nuestros cristianos, eleven esas creencias al único Dios verdadero para que sean más fieles, más felices, porque "las misiones" no quiere decir que solamente los que estamos en la Iglesia nos vamos a salvar y que hay que traerlos a todos a la Iglesia. La misión proclama, también, que hay muchas luces de Cristo, también, en tierras paganas, mucha verdad y mucha gracia, que Cristo y el Espíritu Santo están llevando, también, a los pueblos que no conocen a Dios y se salvarán en la fidelidad a sus leyes paganas; pero la Iglesia siente que ella, depositaria de una redención íntegra por Cristo, todos esos valores religiosos que se encuentran en el judaísmo, en el mahometismo, en las falsas religiones, son como reclamos hacia la verdad íntegra, hacia la Iglesia única que Cristo quiere. Y ésta es la misión, ir a aprovechar esos valores humanos, estimarlos pero elevarlos hacia Dios; esta es la misión. De modo que la obra misionera de la Iglesia es una obra de promoción humana a nivel mundial, para hacer el gran proyecto de Dios: que todos los hombres seamos una sola familia, Cristo sea la única cabeza y un día ese Cristo pueda colocar a los pies de Dios la humanidad entera formada de diversas razas, de diversos modos de pensar, pero todos aceptando la verdadera fe en Cristo.

Para ésto nos llama la Iglesia el próximo domingo, y yo he querido adelantar este concepto porque lo reclamaba la palabra de San Pablo hoy y porque yo quisiera suplicarles, queridos hermanos, que durante toda esta semana piensen mucho en las misiones, en los misioneros y, si es posible, aquilaten a los niños, a los jóvenes, a las jóvenes de sus propios hogares; porque Dios tiene designio sobre esa juventud de El Salvador. Cuántos misioneros podrían salir de nuestras familias si se viviera este espíritu, de esta gran empresa misionera. No le podemos proponer al joven una obra heróica, una aventura tan maravillosa como la de ser misionero, aún cuando no sea sacerdote. Allá se reciben también médicos, enfermeros, profesionales, ingenieros, catequistas, por poco tiempo, por unos años. ¡Cuántos están trabajando en aquellas tierras!. Pero, si no tenemos gente con este temple heróico de ser misionero, al menos, hermanos, seamos misioneros de retaguardia, desde nuestro hogar cumplamos nuestros deberes; la fidelidad del matrimonio, la santidad de la familia, el sufrimiento de la enfermedad, ofrecerlo todo por las misiones, porque cuando en el credo decimos: "Creo en la comunión de los santos", estamos expresando esta verdad. Lo bueno que tú hagas en tu casa se convierte en bienestar de todo el organismo. Es oración por los misioneros.

Y también, hermanos, recuerden que en las misiones se necesita dinero. El próximo domingo en todas las parroquias se hace una colecta especial para mandarlo por medio del sagrado dicasterio, la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que administra esos inmensos territorios de misiones donde hay tantas obras que sostener. No digamos que somos pueblo pobre y que aquí necesitamos todo nuestro dinero, porque además de esa injusticia de que mucho dinero de El Salvador se va para bancos extranjeros, el mejor banco extranjero será éste, ayudar con nuestras pobrezas, con un sentido de solidaridad, a la obra de nuestra fe, para agradecerle al Señor la fe que ya hemos recibido, haciendo posible que otros también la reciban. Y a cambio de unos poquitos centavos que nosotros podemos mandar, yo quisiera recordarles, hermanos, que el catolicismo en El Salvador está recibiendo inmensamente más de otros países. Alemania, por ejemplo, nos manda subsidios de miles y miles para nuestras obras católicas. Estados Unidos y varios países que tiene obras de ayuda internacional han comprendido esta solidaridad con los pueblos pobres. Y nosotros los pueblos expresamos, también, la solidaridad de compartir nuestra pobreza. No vamos a enriquecer a las misiones con nuestros centavitos; pero sí les vamos a demostrar, que en El Salvador se comprende la misión y que aunque sea con una pequeña cosa podemos ayudar a las misiones.

Hermanos, hemos hablado de la Iglesia en oración y de la Iglesia misionera. Son dos grandes aspectos que no podemos prescindir si queremos ser Iglesia auténtica. Y vamos a ponernos ya en la oración sublime de nuestra eucaristía para ofrecerle a Dios junto con Cristo, el divino Moisés que en la cumbre del altar levanta sus brazos al Padre, para pedir misericordia por esta Patria que tanto lo necesita.

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