La misión de la Iglesia puede resumirse en una sola palabra: evangelización. Se trata de anunciar al Señor Jesús y por ende la reconciliación que Él nos trajo. De hecho esa fue la preocupación inicial en el Concilio Vaticano II, cuando se buscó responder a la pregunta “¿Iglesia qué dices de ti misma?”, como una forma de que ésta tome conciencia sobre su identidad y su misión, para responder mejor a las necesidades de los seres humanos del mundo de hoy.
Así, la identidad más profunda sobre la Iglesia es su propia misión evangelizadora: “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”. Asimismo “el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al Reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia”.
Evangelizar no es otra cosa que acercar a las personas al Señor Jesús, que Él sea el centro de sus vidas, que ellas encuentren un sendero humanizante de felicidad por el cual avanzar, siendo rescatados y reconciliados del pecado, e invitados a vivir una vocación de libertad, amor aquí en la tierra, y recibiendo el ciento por uno, también en el cielo.
Esta evangelización es lo que marca la identidad de la Iglesia, la cual se verá reflejada en la Constitución Dogmática Lumen Gentium, en la que se comienza enfatizando que Cristo es la luz de los pueblos y que la Iglesia, reflejando la luz del Señor Jesús es luz del mundo. “De esta manera se introduce la reflexión sobre la Iglesia dentro de la consideración del designio redentor del Padre y de la obra salvadora y reconciliadora del Verbo Eterno, prolongada por obra del Espíritu Santo en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo”.
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