IX. La Penitencia, sacramento del restablecimiento de la vida cristiana.

La Penitencia en el tiempo de la enfermedad es la celebración del encuentro entre el cristiano enfermo -tanto en su cuerpo como en su integridad moral- y Cristo que le dice, como al paralítico de Cafarnaúm: ¡Animo, hijo! se te perdonan tus pecados y, a continuación: Levántate (cf Mt 9, 2. 6). Es el momento privilegiado en el que al cristiano se le brinda la oportunidad de comprender que no hay salud verdaderamente adquirida sin limpieza de conciencia y paz de espíritu; que sólo con alcanzar el bienestar físico, mental y social no se avanza en la perfección humana. Un verdadero cristiano sabe que sólo Dios es la salud -pues eso es lo que significa el nombre de Jesús (cf Mt 1, 21)- y que para él, como para San Pablo, la vida es Cristo. Por tanto, toda vida al margen de Dios, manifestado en Cristo, es insana, enfermiza y, de alguna manera, muerte anticipada. Y por eso afirmaba Jesús que se puede ganar el mundo entero y malograr la propia vida (cf Mt 16, 26).
El pecado es el apartamiento de Dios, la negativa o voluntaria resistencia a vivir en su compañía y, como consecuencia, la enfermedad que afecta al ser humano en su fuero más interno, pues ha sido creado a imagen de Dios, la fuente misma de la vida. La Iglesia, sin embargo, afirma que aún después de que un cristiano haya roto la opción fundamental de vivir unido a Dios en Cristo, opción que asumió en el bautismo, el Señor le sigue ofreciendo su perdón y la posibilidad de volver a orientar su vida, según el modelo de vida de Cristo. Dios es el Padre bondadoso y siempre a la espera del hijo pródigo, y San Juan afirma en su primera carta: Hijos míos, no pequéis, pero en caso de que uno peque, tenemos un abogado ante el Padre, Jesucristo (2, 1-2).
Un momento crítico en la vida humana, como es la enfermedad, puede ser una ocasión propicia para oir la llamada de Dios a la conversión, dicen las orientaciones del Ritual de la Unción y Pastoral de Enfermos. Y es que la enfermedad, al replantear los valores en los que viven instalados los seres humanos mientras han estado sanos, obliga con frecuencia a revisar las actitudes y conductas pasadas y a reorientar la propia vida, es decir, a realizar una conversión a un estilo de vivir distinto. En el encuentro que propicia el sacramento de la Penitencia, Cristo le ofrece al cristiano la oportunidad de reestructurar el núcleo de su personalidad, la escala de sus valores, la fuente de sus actitudes, la tonalidad de sus afectos y la armonía de sus relaciones con Dios, con los demás seres humanos y consigo mismo.
El proceso de conversión no es cuestión de un momento, ni fácil de realizar; lo normal es que requiera un periodo de tiempo largo y laborioso. Pueden ser muchas las realidades humanas desajustadas y traslocadas por la enfermedad y, cuando tal ocurre, la ayuda necesaria para sintonizar la propia vida con la onda del reencuentro con Dios, y así restablecer el equilibrio y la paz interiores sobre bases sólidas, exige poder contar con tiempo suficiente y con un interlocutor espiritual que sepa prestar una verdadera relación de ayuda. Las largas y monótonas horas de aparente inactividad, que llevan consigo muchos procesos de enfermedad, suelen brindar el espacio oportuno para facilitar dicha relación, que nunca puede ser entendida como pura psicoterapia, sino como el medio del cual Cristo se vale, a través del interlocutor pastoral, para preparar el encuentro sacramental de la Penitencia.
Es ésta una de las tareas pastorales más hermosas y necesarias, pero también más difíciles de llevar a cabo; un verdadero reto a la madurez pastoral de los presbíteros, que en buena medida hay que volver a asumir.

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