Por todo lo dicho en el apartado anterior, es evidente que la celebración de los sacramentos de la Iglesia tiene una importancia capital cuando se realiza mirando a la salud, la enfermedad, el sufrimiento y el morir. Pero también resulta evidente que una buena celebración de los sacramentos en tales situaciones requiere una serie de condiciones, sin las cuales dicha celebración puede quedar más o menos desvirtuada.
Es preciso, en primer término, saber descubrir la sacramentalidad de la que están bañadas esas situaciones, en las que la vida fluye y se desarrolla con una cadencia y una intensidad muy especiales; lo cual implica cultivar y tener presta la sensibilidad humana para percibir las múltiples cargas simbólicas que a diario impactan a quienes las viven: enfermos, familiares, personal sanitario, voluntariado. La fuerza, animadora o deprimente de las palabras y de los mensajes que encierran; el significado atribuido por unos y otros a los gestos de todo tipo: diagnósticos, terapéuticos, pastorales, burocráticos, o de simple relación humana; la evocación simbólica que suscitan tantos elementos materiales: instrumental clínico o quirúrgico, vendajes, lencería, papeles de la historia clínica, imágenes religiosas; el ceremonial propio del centro de salud, del ambulatorio, del hospital o del propio domicilio; de la visita médica o las curas de enfermería; las reacciones que provoca entre los personajes de este drama continuo la figura misma de cada uno de ellos: enfermos, familiares, médicos, enfermeras, sacerdotes, etc.; todas esas grandes o pequeñas realidades componen la liturgia profana del mundo sanitario, cuyos símbolos actúan con su carga -alentadora o deprimente- sobre el conjunto de sus componentes humanos, y pueden ser percibidos como signos evocadores de la presencia de Dios, o del misterio de la iniquidad. Quizá como ningún otro, este mundo es el lugar idóneo para percibir cómo el amor de Dios camina a través de un mundo devastado y, sin embargo, esperanzado, parafraseando al novelista Graham Greene.
La liturgia cristiana está llamada a resaltar todo eso, tarea para la cual cuenta con un medio de inagotable belleza y expresividad -la celebración de los sacramentos en el tiempo de la enfermedad- siempre que, quienes la preparen y realicen, valoren de antemano lo que Dios -en Jesucristo y a través de la Iglesia- ha colocado en sus manos: la sensibilidad que Dios les presta para expresar con el lenguaje mismo de la vida lo que muchas personas perciben oscuramente y no saben interpretar; la oportunidad de ayudar a no reprimir patológicamente, sino a manifestar con palabras, gestos y elementos adecuados las vivencias que suscitan algunas de las realidades más tremendas o fascinantes de la vida; la capacidad de celebración que ofrecen los sacramentos cuando parece que no puede celebrerase nada; la fuerza de convocatoria comunitaria -cristiana y profana- de estas celebraciones; en suma, siempre que tengan en cuenta la advertencia de Jesús a la mujer samaritana: Si reconocieras el don de Dios … ha llegado la hora de dar culto a Dios con espíritu y verdad (Jn 4, 10.23).
Ese es también el culto que necesita una comunidad cristiana viva y asistencial. Para realizarlo adecuadamente hay que superar el sacramentalismo, es decir, el puro criterio de la cantidad en la celebración de los sacramentos; y hay que superar así mismo tanto el clericalismo sacramental, o lo que es lo mismo la participación exclusiva o hegemónica de los presbíteros en dicha tarea, como la pasividad habitual de los demás cristianos los cuales, en este aspecto, suelen tender más a ser receptores y consumidores de sacramentos que miembros de una comunidad que celebra activamente el misterio de la salvación.