VII. La comunidad cristiana que asiste celebrando.

Por todo lo dicho en el apartado anterior, es evidente que la celebración de los sacramentos de la Iglesia tiene una importancia capital cuando se realiza mirando a la salud, la enfermedad, el sufrimiento y el morir. Pero también resulta evidente que una buena celebración de los sacramentos en tales situaciones requiere una serie de condiciones, sin las cuales dicha celebración puede quedar más o menos desvirtuada.
Es preciso, en primer término, saber descubrir la sacramentalidad de la que están bañadas esas situaciones, en las que la vida fluye y se desarrolla con una cadencia y una intensidad muy especiales; lo cual implica cultivar y tener presta la sensibilidad humana para percibir las múltiples cargas simbólicas que a diario impactan a quienes las viven: enfermos, familiares, personal sanitario, voluntariado. La fuerza, animadora o deprimente de las palabras y de los mensajes que encierran; el significado atribuido por unos y otros a los gestos de todo tipo: diagnósticos, terapéuticos, pastorales, burocráticos, o de simple relación humana; la evocación simbólica que suscitan tantos elementos materiales: instrumental clínico o quirúrgico, vendajes, lencería, papeles de la historia clínica, imágenes religiosas; el ceremonial propio del centro de salud, del ambulatorio, del hospital o del propio domicilio; de la visita médica o las curas de enfermería; las reacciones que provoca entre los personajes de este drama continuo la figura misma de cada uno de ellos: enfermos, familiares, médicos, enfermeras, sacerdotes, etc.; todas esas grandes o pequeñas realidades componen la liturgia profana del mundo sanitario, cuyos símbolos actúan con su carga -alentadora o deprimente- sobre el conjunto de sus componentes humanos, y pueden ser percibidos como signos evocadores de la presencia de Dios, o del misterio de la iniquidad. Quizá como ningún otro, este mundo es el lugar idóneo para percibir cómo el amor de Dios camina a través de un mundo devastado y, sin embargo, esperanzado, parafraseando al novelista Graham Greene.
La liturgia cristiana está llamada a resaltar todo eso, tarea para la cual cuenta con un medio de inagotable belleza y expresividad -la celebración de los sacramentos en el tiempo de la enfermedad- siempre que, quienes la preparen y realicen, valoren de antemano lo que Dios -en Jesucristo y a través de la Iglesia- ha colocado en sus manos: la sensibilidad que Dios les presta para expresar con el lenguaje mismo de la vida lo que muchas personas perciben oscuramente y no saben interpretar; la oportunidad de ayudar a no reprimir patológicamente, sino a manifestar con palabras, gestos y elementos adecuados las vivencias que suscitan algunas de las realidades más tremendas o fascinantes de la vida; la capacidad de celebración que ofrecen los sacramentos cuando parece que no puede celebrerase nada; la fuerza de convocatoria comunitaria -cristiana y profana- de estas celebraciones; en suma, siempre que tengan en cuenta la advertencia de Jesús a la mujer samaritana: Si reconocieras el don de Dios … ha llegado la hora de dar culto a Dios con espíritu y verdad (Jn 4, 10.23).
Ese es también el culto que necesita una comunidad cristiana viva y asistencial. Para realizarlo adecuadamente hay que superar el sacramentalismo, es decir, el puro criterio de la cantidad en la celebración de los sacramentos; y hay que superar así mismo tanto el clericalismo sacramental, o lo que es lo mismo la participación exclusiva o hegemónica de los presbíteros en dicha tarea, como la pasividad habitual de los demás cristianos los cuales, en este aspecto, suelen tender más a ser receptores y consumidores de sacramentos que miembros de una comunidad que celebra activamente el misterio de la salvación.

Dejar un comentario

Deja un comentario