El Concilio Vaticano II fue para la Iglesia Universal el comienzo de una nueva renovación de su vida y de su misión; de una nueva autocomprensión de sí misma, como servidora del mundo e instrumento claro y manifiesto del amor de Dios cuyo Reino quiere ser realidad presente, fuerza activa y transformadora de la historia.
La renovación del Concilio Vaticano II dará paso a una nueva conciencia eclesial; en palabras del teólogo jesuita V. Codina, significará, para su misma vida y para la vida del mundo: a) una revalorización de las realidades históricas, por la cual puede establecer un diálogo con el mundo moderno; b) un redescubrimiento de la comunidad, un tema muy presente y que rompe con una visión individualista del hombre y de la fe; c) un regreso a la Palabra de Dios, a las fuentes mismas de la Revelación, lo cual le permite un acercamiento ecuménico con las iglesias cristianas; d) un resurgimiento del Espíritu Santo, hasta ahora un tanto oculto (Cf. V. CODINA. Para comprender la eclesiología desde América Latina, 1990, p. 95).
Este resurgimiento del Espíritu Santo llevará consigo una fuerte valoración de la dimensión carismática de la Iglesia (Ver: LG 4, 7, 12, 49; AA 3; AG 4, 29). En perspectiva del destacado teólogo W. Kasper, “el Concilio no habla sólo de la acción del Espíritu Santo a través de los obispos (LG 21, 24s, 27), sino también de cómo entienden la fe el conjunto de los creyentes (LG 12,35), y del Espíritu que lleva a la verdad a través de todas las formas de realización de la vida eclesial (DV 8). Por eso no puede existir solamente una relación unilateral, de arriba hacia abajo, entre obispos y sacerdotes (LG 28, PO 7; CD 16, 28), ni entre laicos, sacerdotes y obispos (LG 37, PO 9, AA, 25), sino mucho más, una reciprocidad de relaciones basadas en la fraternidad y la amistad” (W. KASPER. Caminos de Unidad, Madrid, 2008, p. 56). Dicha reciprocidad y comunión tienen su fundamento sacramental en el único bautismo y su cima en la celebración eucarística, sacramentos de la fe común.
Esta valoración, asumida desde el obrar del Espíritu Santo en la vida eclesial abrirá, consecuentemente, las puertas hacia una renovada eclesiología, la eclesiología de la comunión, que en la praxis eclesial comporta la corresponsabilidad y la participación (koinonía) de todos los bautizados en la vida pastoral y misionera de la Iglesia. Este nuevo dinamismo de comunión que el Concilio ha impulsado, ha tenido en la praxis cotidiana consecuencias eclesiológicas importantes: la relación y la valorización del sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio jerárquico; la relación entre el ministerio del Papa y las experiencias propias de gestión organizacional de las Iglesias locales; la relación ministerial entre obispos, sacerdotes y diáconos; entre los sacerdotes y el pueblo de Dios; en otras palabras, una conciencia de corresponsabilidad de cara a la única misión de la Iglesia: ser signo visible y transparente del Reino de Dios en el mundo y en el caminar de la historia humana.
El Decreto misionero “Ad Gentes”
El Concilio Vaticano II transformó profundamente la comprensión teológica de la misión. El documento conciliar “sobre las misiones” se convirtió en el “Decreto sobre la actividad misionera”, en palabras del destacado misionólogo Juan Gorski. Este cambio en la terminología misional no fue simplemente una cuestión de acentuaciones semánticas, sino de conceptos y de mentalidades. Dicho documento conciliar misional fue sometido a un mayor número de redacciones que cualquier otro texto del Concilio y se promulgó el 7 de diciembre de 1965. El texto del Decreto Ad Gentes fue aprobado, después de siete redacciones, por 2.394 votos afirmativos y sólo 5 negativos. Fue la votación más alta de todo el Concilio.
El decreto Ad Gentes en primer lugar afirma que la Iglesia entera es misionera por su propia naturaleza (AG 2). Con esta rotunda afirmación queda claro que la misión no es un asunto sólo de ciertas congregaciones religiosas e institutos misioneros, de los “misioneros profesionales”, sino de todos los bautizados, como un elemento esencial de su identidad cristiana. Precisamente esta idea de que toda la Iglesia es misionera por naturaleza (AG 1) y que, por consiguiente, toda la actividad misionera de la Iglesia es central en ella, es la afirmación básica del decreto “Ad gentes”. El Decreto también fundamenta la misión de la Iglesia no en una línea vertical de autoridad, sino más bien en la iniciativa amorosa del Padre quien envía a su Hijo y Espíritu al mundo para que la humanidad participe en la vida divina.
En relación al fin propio de la actividad misionera de la Iglesia, “Ad gentes” afirma con claridad que “es la evangelización y la plantación de la Iglesia en los pueblos o grupos humanos en los cuales no ha arraigado todavía. De este modo, deben crecer de la semilla de la Palabra de Dios en todo el mundo Iglesias Particulares autóctonas suficientemente fundadas y dotadas de propias energías y maduras” (AG 6). De aquí emerge otro aspecto a considerar: la superación de los aspectos meramente geográficos y jurídicos de la actividad misionera, para dar paso a la inclusión de los aspectos sociológicos y antropológicos-culturales.
La misión de la Iglesia no es simplemente un mero expansionismo geográfico de la fe, sino que primeramente es un encuentro con personas y grupos humanos que tienen su mundo cultural y religioso en donde Jesucristo aún no ha llegado, en el cual actúa el Espíritu Santo y brotan evidentemente las semillas del Verbo. De allí la promoción cultural y el respeto de la libertad de la conciencia y de la persona que hizo el Concilio. Una verdadera “pedagogía misionera” tan válida y necesaria hasta nuestros días, en un contexto de diversidad cultural y de pluralismo religioso.
Uno de los aportes más significativos del Decreto misionero Ad Gentes fue el siguiente: la distinción entre lo misional y pastoral. Aunque el Decreto a veces sigue usando la frase “las misiones” en el sentido tradicional, introduce un concepto nuevo y dinámico, la “actividad misionera”.
Se basa en la convicción de que la misión evangelizadora de la Iglesia es una, pero diferenciada en su ejercicio debido a la condición particular de sus destinatarios, los diferentes tipos de grupos humanos evangelizados. El número 6 del Decreto deja muy en claro este aspecto relevante de esta nueva autocomprensión que la Iglesia comienza a discernir respecto de su vocación y misión en el mundo.
Nos permitimos resumir algunos elementos significativos de este número:
a) El Decreto sigue usando la palabra tradicional “misiones”, pero introduce un nuevo término: la “actividad misionera”;
b) Define la “actividad misionera” como aquella acción eclesial cuyo fin es la evangelización de los pueblos o grupos humanos que todavía no creen en Cristo y entre los cuales todavía no existe una Iglesia local madura. Los objetivos son dos: la evangelización de los pueblos y la “plantación de la Iglesia”, descrita como el crecimiento de Iglesias locales autóctonas;
c) Distingue la actividad misionera, cuyos destinatarios son los quetodavía no conocen a Cristo, de la actividad pastoral, cuyo objetivo es la evangelización continua de los “fieles”, los que ya son católicos;
d) El Concilio observa que ambas actividades se distinguen de acciones que promueven la unidad entre los cristianos, lo que conlleva una consecuencia muy importante: los cristianos no católicos no son destinatarios de la acción misionera.
El Decreto también afirma que tanto la pastoral como la acción ecuménica están íntimamente unidas a la acción misionera (Ver J. Gorski, Una Misionología Transformada, 2009). Esta distinción entre misión y pastoral fue uno de los aportes conciliares retomados posteriormente por el Papa Juan Pablo II, quien la reiteró clara y enfáticamente en el número 33 de su encíclica misional, Redemptoris Missio (1990).
La validez del mandato misionero “Ad Gentes”
A 50 años del Concilio Vaticano II, el Espíritu sigue manteniendo vivo las evangélicas intuiciones del discernimiento pastoral y misionero de los padres conciliares. El decreto misionero “Ad Gentes” mantiene su vigencia como un referente fundamental de la misionología moderna y fuente obligada a la hora de profundizar la misionariedad de la Iglesia y su permanente tarea de anunciar el Evangelio a todas las gentes, como luz e instrumento manifiesto del amor Trinitario de Dios, de cuyo amor-fuente brota todo el dinamismo y la frescura de la vida y misión de las comunidades eclesiales locales dispersas por todo el mundo, como rostros visibles y concretos de la Iglesia Universal.
Ellas, junto a sus pastores, en espíritu de comunión y colaboración, están llamadas a testimoniar y a ser verdaderos fermentos de humanidad nueva en sus respectivos contextos geográficos y socio-culturales, donde los valores del Reino cobren visibilidad y fuerza de transformación histórica. El fallecido Papa Juan Pablo II advirtió a la Iglesia Universal, con tino de pastor, la necesidad de revitalización de su misión, dado el gran número de los que aún no conocen a Cristo y por tal razón, decía él, el mandato misionero de Jesús sigue tan válido y permanente: “El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión” (Redemptoris Missio 3).
Esta realidad tan desafiante, ciertamente compromete a todos y no hay excusas que valgan para no sumarse a tan gran tarea: “Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes.
Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos” (ibid). “Ad gentes” sigue siendo la dirección obligada de la misión de la Iglesia hoy y el horizonte más válido de su mayor vitalidad.
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