En las postrimerías del siglo XX se da, entre otras, una curiosa y reconfortante paradoja: de un lado, los seres humanos inmersos en las llamadas sociedades avanzadas -por una de esas bromas pesadas que inconscientemente nos gastamos al utilizar el lenguaje- vivimos cada vez más asfixiados dentro de la férrea cuadrícula de una existencia marcada por la tendencia a explicarnos y planificarnos todo desde la pura superficialidad. Tanto es así, que han surgido voces de alerta y de protesta hablando del hombre unidimensional y del malestar de nuestra cultura. Y fruto del miedo a vivir en la sola dimensión de lo más superficial, y de la angustiosa desazón que tal vivencia produce, se van percibiendo día tras día intentos reiterados de sumergirse en la hondura de la realidad humana y cósmica por las vías más dispares, unas prometedoras, y abiertamente disparatadas las otras.
Así surgió el reclamo de la espiritualidad oriental, la práctica renovada -religiosa y secular- de la meditación, la búsqueda de la vida contemplativa, la explosión del movimiento ecologista; pero también la moda de casi todo lo oriental, el florecimiento del horóscopo, la astrología, las sectas de todo tipo, el interés barato por los extraterrestres y hasta un renacimiento de la literatura apócrifa que trata de situarnos a Jesús en Cachemira, cuando no procedente de algún planeta lejano, como Supermán. Sin embargo, de una forma o de otra, nuestro mundo está manifestando una honda inquietud, pues no se resigna a que le den todo pensado y ejecutado, a que le traten como a un enfermo catatónico, o como si ya le hubiera llegado el rigor mortis. Y la creciente inquietud manifiesta en nuestro mundo es, en sí misma, un buen síntoma. Significa, como ya dijo San Agustin, que inquietum est cor nostrum, que nuestra interioridad no se resigna a ser reprimida para siempre; que buscamos un descanso que no puede darnos el puro confort físico o las agencias de viajes.
Fecisti nos, Domine, ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te: nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti; tal es la frase completa del genial San Agustìn. Lo que él no llegó a decir es que Dios es el primer inquieto. Dios no es apático, como lo pensaron los filósofos griegos, sino coloquial, comunicativo, amante, patético, como se revela en la Biblia. Y ha creado un mundo, que tampoco es un mecanismo de relojería, según lo concebían los aburridos deístas de la Ilustración, sino un organismo dinámico y palpitante, inquieta manifestación de su gloria; y un ser humano no reductible a la categoría de pura máquina, sino modelado artesanalmente a imagen y semejanza suya para ser imaginativo y recreador.
El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento la obra de sus manos, cantaba el salmista hace casi treinta siglos, porque sabía descubrir en ellos la huella del Misterio del que procedemos y por quien seguimos siendo acompañados. Y otros muchos cantos del salterio y de otros libros de la Sagrada Escritura nos aportan con singular belleza la inaudita conquista cultural, lograda por un pequeño pueblo -Israel- en una antigüedad que hoy se nos antoja remota: el descubrimiento de que Dios, aquel a quien nadie ha visto jamás, ha dejado una enorme cantidad de rastros de sí en las cosas, ha dado a los seres humanos la capacidad de convertir esos rastros en símbolos, e incluso ha convertido las mismas expresiones humanas en expresiones suyas, o en medios de comunicarse con él en forma de oración. La sacramentalidad comienza siendo la huella de Dios en el mundo y la fina sensibilidad de la que está dotado el ser humano para percibirla.