Al entrar Cristo en el mundo, fue rápidamente percibido como la señal distintiva de Dios-con-nosotros: Os anuncio una gran noticia, la gran alegría para todo el pueblo -dijo el ángel a los pastores de Belén- Esto os servirá de señal… encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre (Lc 2, 10ss). En Jesús recién nacido la salvación de Dios tomó figura humana y se manifestó visiblemente. Haciéndose eco del acontecimiento de la encarnación, la liturgia de Navidad proclama que gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible (prefacio I de Navidad).
Desde la creación hasta Cristo, pasando por la historia y la liturgia de Israel, se fue produciendo un proceso creciente de sacramentalización, de desvelamiento del misterio de Dios, que en Cristo alcanzó su culminación total. La carta a los Hebreos comienza diciendo que en múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres … Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado en la persona del Hijo … destello esplendoroso de su gloria, e impronta de su ser (Heb 1, 1-3). Y San Pablo llama a Cristo el secreto de Dios (Col 2, 2), imagen de Dios invisible (Col 1, 15), aquel en cuya persona se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres (Tit 3, 4). Por eso, es el sacramento original y primordial, el ámbito donde se produce, como en ningún otro lugar, cosa o persona, la experiencia del encuentro y la comunión de vida entre Dios y el ser humano.
Cristo es sacramento, en primer lugar, por su ser, ya que en su persona desaparece la frontera humana de Dios y la frontera divina del ser humano, pudiéndose realizar el encuentro pleno y la relación armónica y gratificante entre el Creador y la creación entera, que en el ser humano se halla resumida y personificada. Cristo es el sacramento de tal encuentro.
En segundo lugar, Cristo es sacramento por su obrar pues, al ser probado en todo igual que nosotros (Heb 4, 15) mostró que la humanidad, asumida en su persona, puede ser inmune al pecado y, por tanto, capaz de una coherencia ética total. La humanidad de Cristo es el sacramento que muestra cómo el ser humano puede ser imagen y semejanza de la infinita bondad de Dios. Y también es el rotundo signo sacramental del anonadamiento de Dios, cuya voluntad de convivir con los seres humanos le llevó al extremo de no dudar en presentarse a ellos como un hombre cualquiera y a pasar por uno de tantos (Filip 2, 7s). Gracias a tal anonadamiento, Jesús pudo decir: Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). En la manifestación de su conducta y su persona, Cristo es quien nos ha dado a conocer al Dios invisible (Jn 1, 18).
Por último, Cristo es sacramento por sus actos privilegiados, es decir, por aquellos actos en los cuales se expresa de forma especial su poder salvador: las curaciones, los milagros, el perdón de los pecados, la total donación de su vida, culminada en el proceso pascual de su muerte, resurrección y glorificación. Estas acciones, aún siendo realizadas en forma humana, son por su naturaleza acciones exclusivas de Dios; por ello, son los actos de Cristo que constituyen el germen de los sacramentos de la Iglesia.
Vivir la liturgia implica saber percibir y valorar la presencia y la acción bienhechora de Dios en palabras, gestos, elementos y acciones humanas tan sencillas y cotidianas que están al alcance de cualquiera; pero que, al haber sido realizadas por Cristo en determinados momentos con un sentido y una intención salvadora, y al ser reproducidas -en su nombre y en su Espíritu- por la Iglesia cuando se reúne en la celebración litúrgica, se convierten en el vehículo privilegiado de la asistencia saludable y salvadora de Dios.